LA SEMANA SANTA COMO RETO URBANO
La fiesta mayor de Sevilla atraviesa una crisis de éxito. Su evolución histórica demuestra que la Semana Santa se ajusta a sí misma en una dinámica de ciclos; es hora de entender que hemos entrado en un paradigma distinto
La Semana Santa vive desde hace tiempo inmersa en una crisis de crecimiento. Esa clase de fenómenos en que el éxito comienza a generar tensiones y problemas nuevos que acaban por amenazar o comprometer el propio modelo. Son muchos los factores que inciden en este proceso: la masificación del público asistente, el incremento de nazarenos, la saturación turística, los cambios de gustos, tendencias y costumbres, incluso la irrupción de nuevos y en ocasiones discutibles criterios estéticos donde los más puristas —los ‘rancios’ de Paco Robles— atisban un peligro de alteración de los fundamentos. Lo que permanece es su condición inmarcesible de fiesta del pueblo, y eso la vuelve difícil de enmarcar en la necesaria regulación de un engranaje muy complejo que afecta, desde el punto de vista urbano, a la seguridad, a la estructura y sobre todo al orden funcional del espacio físico clave, que es el centro.
La evolución histórica demuestra que la celebración se ajusta a sí misma en una dinámica de ciclos. Ocurre que a los sevillanos contemporáneos nos cuesta comprender que hemos entrado en un paradigma distinto al canon dominante establecido en las últimas décadas del pasado siglo. Que el desbordamiento de la ciudad en muchos aspectos supera ya el arquetipo de Semana Santa que conocemos para adentrarse en un proceso de transformación cuyo sentido no es posible determinar ahora mismo, simplemente porque no está aún definido. Y eso plantea una colección de desafíos que sólo pueden irse resolviendo mediante espontáneos pactos implícitos capaces de dar forma y cauce al comportamiento colectivo.
Habrá que experimentar a base de prueba y error, corriendo el riesgo de adoptar decisiones equivocadas, hasta dar con la manera de adaptarse a unas circunstancias que ya no encajan en las proporciones clásicas. Y tendrán que ensayarse medidas quizá antipáticas por parte de todas las instancias implicadas —Ayuntamiento, Cofradías, Arzobispado—en busca de un método de suficiente eficacia para ordenar algo tan delicado como los movimientos de masas en un territorio limitado por la propia trama urbana. Lo que no cabe es pensar que el enorme despliegue de una fiesta de participación multitudinaria, enraizada en lo más profundo de la sentimentalidad popular, puede acoplarse a martillazos en coordenadas que el dinamismo social ha vuelto arcaicas. Sólo la propia Semana Santa es capaz de ajustar sus pautas.
Y lo hace, vaya si lo hace. No siempre con el ‘tempo’ que nos gustaría y casi nunca por caminos fáciles; a menudo incluso es preciso pasar antes por episodios conflictivos o desagradables como los que en las últimas dos décadas han perturbado la convivencia en la calle. Pero la ciudad se acaba adaptando a la fiesta y la fiesta a la ciudad a través de imperceptibles transiciones naturales. Si hay algo que Sevilla sabe hacer es acomodarse con insólita soltura a retos de complejidad que provocarían tensiones catastróficas en muchas otras ciudades. Esa capacidad adaptativa forma parte de las poco ensalzadas virtudes locales, aunque no se manifieste más que en las ocasiones que nuestro carácter, nuestra idiosincrasia, considera importantes. Si la ciudad desplegara sólo la mitad del año la energía, la organización y la eficiencia que emplea en sus fiestas primaverales, su potencia competitiva sería imparable.
Por eso los debates cofradieros resultan tan intensos, aunque con frecuencia se vuelvan estériles por su tendencia a centrarse en detalles menores en detrimento de los asuntos realmente serios. Al menos revelan, con todos sus defectos, una conciencia de compromiso ciudadano y un saludable interés por la autorregulación como método de solucionar contratiempos. No es cuestión de pedir a las hermandades la luz larga que falta en los centros de poder y en unas élites acostumbradas a la rutina, refractarias al esfuerzo de buscar modelos nuevos. Tareas de solidaridad aparte, que no son poco mérito, las cofradías suplen en buena medida el papel de articulación civil en una comunidad de reflejos cortos e impulsos lentos, pero son las instituciones y las autoridades las que deben entender la verdadera dimensión de la Semana Santa como proyecto común necesitado de un pensamiento estratégico.
Un proyecto que gira sobre el eje del casco histórico, el territorio emocional recuperado de forma simbólica por las capas sociales que lo han ido abandonando durante el proceso de deshabitación contemporáneo. La celebración sacra lo redime de su creciente degradación funcional como espacio terciario tematizado para devolverlo a la condición de núcleo memorial vivido, sentido y caminado como el verdadero escenario donde reside el código genético de la identidad de los sevillanos. El reto colectivo pendiente consiste en romper la excepcionalidad de estos días mayores rescatando la ciudad intramuros para el uso cotidiano normalizado. En crear las condiciones para evitar que se convierta, como la Feria, en un apéndice extraurbano colonizado con la ocasionalidad provisoria de una semana al año.
El reto colectivo pendiente consiste en romper la excepcionalidad de estos días mayores rescatando la ciudad intramuros para el uso cotidiano normalizado