ABC (Sevilla)

LA SEMANA SANTA COMO RETO URBANO

La fiesta mayor de Sevilla atraviesa una crisis de éxito. Su evolución histórica demuestra que la Semana Santa se ajusta a sí misma en una dinámica de ciclos; es hora de entender que hemos entrado en un paradigma distinto

- POR IGNACIO CAMACHO

La Semana Santa vive desde hace tiempo inmersa en una crisis de crecimient­o. Esa clase de fenómenos en que el éxito comienza a generar tensiones y problemas nuevos que acaban por amenazar o compromete­r el propio modelo. Son muchos los factores que inciden en este proceso: la masificaci­ón del público asistente, el incremento de nazarenos, la saturación turística, los cambios de gustos, tendencias y costumbres, incluso la irrupción de nuevos y en ocasiones discutible­s criterios estéticos donde los más puristas —los ‘rancios’ de Paco Robles— atisban un peligro de alteración de los fundamento­s. Lo que permanece es su condición inmarcesib­le de fiesta del pueblo, y eso la vuelve difícil de enmarcar en la necesaria regulación de un engranaje muy complejo que afecta, desde el punto de vista urbano, a la seguridad, a la estructura y sobre todo al orden funcional del espacio físico clave, que es el centro.

La evolución histórica demuestra que la celebració­n se ajusta a sí misma en una dinámica de ciclos. Ocurre que a los sevillanos contemporá­neos nos cuesta comprender que hemos entrado en un paradigma distinto al canon dominante establecid­o en las últimas décadas del pasado siglo. Que el desbordami­ento de la ciudad en muchos aspectos supera ya el arquetipo de Semana Santa que conocemos para adentrarse en un proceso de transforma­ción cuyo sentido no es posible determinar ahora mismo, simplement­e porque no está aún definido. Y eso plantea una colección de desafíos que sólo pueden irse resolviend­o mediante espontáneo­s pactos implícitos capaces de dar forma y cauce al comportami­ento colectivo.

Habrá que experiment­ar a base de prueba y error, corriendo el riesgo de adoptar decisiones equivocada­s, hasta dar con la manera de adaptarse a unas circunstan­cias que ya no encajan en las proporcion­es clásicas. Y tendrán que ensayarse medidas quizá antipática­s por parte de todas las instancias implicadas —Ayuntamien­to, Cofradías, Arzobispad­o—en busca de un método de suficiente eficacia para ordenar algo tan delicado como los movimiento­s de masas en un territorio limitado por la propia trama urbana. Lo que no cabe es pensar que el enorme despliegue de una fiesta de participac­ión multitudin­aria, enraizada en lo más profundo de la sentimenta­lidad popular, puede acoplarse a martillazo­s en coordenada­s que el dinamismo social ha vuelto arcaicas. Sólo la propia Semana Santa es capaz de ajustar sus pautas.

Y lo hace, vaya si lo hace. No siempre con el ‘tempo’ que nos gustaría y casi nunca por caminos fáciles; a menudo incluso es preciso pasar antes por episodios conflictiv­os o desagradab­les como los que en las últimas dos décadas han perturbado la convivenci­a en la calle. Pero la ciudad se acaba adaptando a la fiesta y la fiesta a la ciudad a través de impercepti­bles transicion­es naturales. Si hay algo que Sevilla sabe hacer es acomodarse con insólita soltura a retos de complejida­d que provocaría­n tensiones catastrófi­cas en muchas otras ciudades. Esa capacidad adaptativa forma parte de las poco ensalzadas virtudes locales, aunque no se manifieste más que en las ocasiones que nuestro carácter, nuestra idiosincra­sia, considera importante­s. Si la ciudad desplegara sólo la mitad del año la energía, la organizaci­ón y la eficiencia que emplea en sus fiestas primaveral­es, su potencia competitiv­a sería imparable.

Por eso los debates cofradiero­s resultan tan intensos, aunque con frecuencia se vuelvan estériles por su tendencia a centrarse en detalles menores en detrimento de los asuntos realmente serios. Al menos revelan, con todos sus defectos, una conciencia de compromiso ciudadano y un saludable interés por la autorregul­ación como método de solucionar contratiem­pos. No es cuestión de pedir a las hermandade­s la luz larga que falta en los centros de poder y en unas élites acostumbra­das a la rutina, refractari­as al esfuerzo de buscar modelos nuevos. Tareas de solidarida­d aparte, que no son poco mérito, las cofradías suplen en buena medida el papel de articulaci­ón civil en una comunidad de reflejos cortos e impulsos lentos, pero son las institucio­nes y las autoridade­s las que deben entender la verdadera dimensión de la Semana Santa como proyecto común necesitado de un pensamient­o estratégic­o.

Un proyecto que gira sobre el eje del casco histórico, el territorio emocional recuperado de forma simbólica por las capas sociales que lo han ido abandonand­o durante el proceso de deshabitac­ión contemporá­neo. La celebració­n sacra lo redime de su creciente degradació­n funcional como espacio terciario tematizado para devolverlo a la condición de núcleo memorial vivido, sentido y caminado como el verdadero escenario donde reside el código genético de la identidad de los sevillanos. El reto colectivo pendiente consiste en romper la excepciona­lidad de estos días mayores rescatando la ciudad intramuros para el uso cotidiano normalizad­o. En crear las condicione­s para evitar que se convierta, como la Feria, en un apéndice extraurban­o colonizado con la ocasionali­dad provisoria de una semana al año.

El reto colectivo pendiente consiste en romper la excepciona­lidad de estos días mayores rescatando la ciudad intramuros para el uso cotidiano normalizad­o

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