Él adoraba Sevilla...
EL PLACER ES MÍO
Sevilla representaba, para él, el contento de vivir, la templanza de las ambiciones, el apego a lo familiar y lo conocido
CAPÍTULO primero. Él adoraba Sevilla. La reverenciaba fuera de toda lógica y más allá de toda justicia. Cuando ponderaba los atractivos de alguna otra ciudad, siempre concluía: no tiene comparación… De algunas célebres avenidas de Manhattan, pensaba: esto es Kansas City con rascacielos. Para él Sevilla era la ciudad intramuros: la Catedral y la Giralda vistas desde la calle Santo Tomás, los callejones de San Bartolomé, la torre de San Marcos llegando por Castellar… Poco le importaba si aquella era la Sevilla real o no lo era: él la consideraba la Sevilla única y eterna, y la celebraba sin importarle la fecha del año, pero especialmente en primavera, cuando latía a los acordes de Font de Anta y Abel Moreno… No, eso no. Muy tópico y superficial. Probemos algo más profundo.
Capítulo primero. Él veneraba Sevilla, la ciudad circular, la del perpetuo retorno a sus ritos. Lejos de fastidiarle, aquella reiteración ensimismada de sus tradiciones le fascinaba. Le parecía que era como la vida misma, como los años con sus estaciones siempre iguales, como la tierra girando alrededor de sí misma. Sí, esa ciudad inmune a la dictadura del uso eficiente del tiempo, refractaria a la ortodoxia del cambio como unidad de medida del gozo, le representaba tanto que era todo su planeta. Admiraba casi todo de ella pero sobre todo esa terca resistencia a cualquier forma de disrupción violenta con sus costumbres y su forma de vida. Sevilla era la ciudad que se negaba a salir de su zona de confort, la que no quería desaprender nada. Y la amaba por ello. No sé, quizás demasiado sermón ahora. Empezamos de nuevo.
Capítulo primero. Él idolatraba Sevilla. La idealizaba y lo sabía. Vivía en una ciudad aletargada y sin pulso, sin red de metro, sin infraestructuras básicas que nadie reclamaba, con un débil tejido industrial y una actividad económica cada vez más dependiente del turismo… Qué difícil se le hacía a veces vivir en ese centro que adoraba y que sin embargo estaba casi por entero arrendado a los visitantes, embrutecido por los veladores, el tardeo de las copas de balón, las despedidas de soltero, las tiendas sin alma, el ruido, las borracheras y las meadas nocturnas, y la basura de las calles a todas horas… No, no, demasiado amargo. Y sobre todo injusto. No percibía así a Sevilla, a pesar de sus defectos. Un último intento.
Capítulo primero: Sevilla representaba, para él, el contento de vivir, la templanza de las ambiciones, la cerveza del viernes a mediodía, el apego a lo familiar y lo conocido, el orden más humano de las prioridades, la vocación por la alegría… No, afortunadamente, Sevilla no era Nueva York. No era la capital del mundo, ni quería serlo. Sevilla era la capital del mundo sólo para los sevillanos. Con la llegada de la Semana Santa lo veía muy claro: Sevilla era su ciudad y siempre lo sería.