ABC (Sevilla)

El ole de Ramón Ybarra

Si no ha amanecido aún para él, para nosotros tampoco. Es de noche en Sevilla hasta que llegue la Esperanza

- Fe de ratas ALBERTO GARCÍA REYES

BAJO las encinas de ‘Lo Álvaro’, donde los juampedros danzan por lo verde de la historia del toreo, un viento frío levanta hoy del suelo la memoria de Ramón Ybarra. El último sereno de Sevilla. La vida es un Guadalquiv­ir que va a dar a Vistahermo­sa, donde las olas manriqueña­s del invierno han roto su espuma, su llanto, en el espigón de la primavera. Ni Murillo puede en estos idus de marzo pintar sus jardines para que pase la Candelaria. Es de noche en Sevilla. Si para Ramón no ha amanecido aún, para nosotros tampoco. En esta madrugada de siglos dormitamos hasta que la Esperanza nos levante. Porque hoy el cuerpo me pide recitar los versos de Manuel Alcántara: «Cuando termine la muerte, / si dicen: ¡A levantarse!, / a mí que no me despierten». Su hermano Estani, que fue apoderado y escudero de Juan el Torta, sabe tararear conmigo esta letra de la pena, que sólo se puede cantar a compás si se tiene el corazón en harapos: «Cuántos momentos, cuántas cosas me recuerdan que estuve contigo. No se me apaga la vela que tengo por tu cariño». A Ramón se le encendió la llama de la perpetuida­d en mis adentros cuando lo vi cantar por primera vez un ole en la plaza. Era un ole callado. Hacia adentro. No un ole enfático o de demostraci­ón pública. Un ole quieto, íntimo, para nadie más que para sí. En ese ole entendí que Ramón era la antonomasi­a de Sevilla, tan lejos del estereotip­o, tan cerca de la serenidad. Con él aprendí que hay dos tipos de educación, la que se recibe y la que se tiene. Que la primera te la da tu casa y la segunda tu sangre, que es lo mismo pero no es igual. Y que en un mundo en el que tantos la reciben pero no la tienen, y viceversa, su categoría era como su Señor de la Salud saliendo de San Nicolás: sin parangón. Ramón toreaba en la vida cotidiana. Su quietud era el silencio. Su arrebato, el conocimien­to. Su estocada, la razón. Cuando no le servía un tertuliano, se marchaba calladamen­te. Cuando le servía, jamás le sacaba muletazos a la fuerza, se los ofrecía. Porque en su linaje no ha habido nunca mejor patrimonio que la libertad. Ni mayor destino que Dios.

Su hermano Enrique conduce la empresa desde la que Sevilla contempla la Torre Eiffel, el Partenón, el Big Ben, el Empire o el Muro de Berlín. Y a Ramón, que era nuestra acera de la sombra para ir a cualquier parte, no le queda hoy más remedio que alzar la palma de la victoria para hacernos una visita turística por los mejores monumentos de la gloria. Su cofradía de arriba lleva un paño de Verónica, ay Verónica, a su madre, Magdalena de Valdenebro, a tres Ybarra de Lora, a cuatro hermanos con vara dorada y un cuerpo de nazarenos que, si no se ponen de a cuatro, van a dejar un retraso histórico en el palquillo. Sólo un rato antes de dar su último gemido, Ramón fue a ver al Gran Poder. A pedir la venia. Y en un suspiro estaba su hermano Estani sollozando por el Torta: «Solo, siempre muy solo / debo de ser un solitario»... Este año, hasta el día de la Resurrecci­ón, a mí que no me despierten. A ver si puedo decirle un ole desde su barrera del Uno como aquellos que él me enseñó.

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