Tres siglos de toros resumidos y sublimados en la faena cimera
▶Morante glorifica el arte de torear y logra el primer rabo en la Maestranza, cincuenta y dos años después ▶El torero de la ribera del Guadalquivir se proclamó dios del toreo frente al superlativo Ligerito de Garcigrande
Aguantaba el crepúsculo de la tarde para enseñarle al mundo entero cómo se asomaban al Guadalquivir, en una apoteósica procesión por el Paseo de Colón, las siete letras de la historia de la tauromaquia. Que componen el nombre de Morante, que es de La Puebla del Río, de Sevilla, de Andalucía, de España y de todo el planeta de los toros. Un torero que encierra en sí mismo a los toreros fundacionales, a los de la Edad de Oro, a los de la contienda y a la contemporaneidad. Que hoy ha sublimado el arte de torear en una faena que pone la rúbrica al gran tratado del toreo, proclamándose desde este 26 de abril de 2023 como su dios terrenal.
Lo soñaba Morante de la Puebla, lo soñaba José Luque Teruel, lo soñaba Justo Hernández (artífice de este Ligerito) y lo soñaba la Maestranza, que enloquecía con la faena más pasional, artística y redonda de cuantas ha cuajado este dios del toreo en ella. Al que un osado Juan Ortega le clavó una espuela sobre su alma y soberbia torera, donde más le duele al genio, para despertar y lograr la cumbre de la historia de la tauromaquia. Un rabo que terminaría entregando a Rafael de Paula, que le contestaba: «Lo conseguiste, hijo mío».
Ligerito, como todos los que saltaron con el hierro de Garcigrande –aunque anunciado y en propiedad de Concha (Domingo Hernández)– tenía la belleza cimera y la clase suprema, como escogido para esta comunión pagana, que tuvo poco de ligera y mucho de lenta, como profunda e intensa muchas ferias. Pero el toro se viene abajo y la faena no se completa. La belleza suele ser fugaz. Me acuerdo de lo que dice el refrán de ‘La flor de la maravilla’: «Cátala muerta, cátala viva». Porque muy pronto le llega su fin. Y de la «rosa mutabilis» de García Lorca, que apenas cae el sol, «se comienza a deshojar».
En el tercero, Morante replica a Ortega con garbosas chicuelinas y una media, citando de frente, que es gloria bendita. Y quedaba el cuarto, Ligerito, para la historia. Desde el comienzo, Morante se emborracha de arte, embraguetándose a la verónica. Continúa por verónicas para llevarlo al caballo, y para sacarlo de él. La gente se frota los ojos, se lleva las manos a la cabeza, no se cree que fue, desde la gitanería barroca de Morante de la Puebla a la verónica, en una cascada incesante de lapazos calés, volviendo a caer las manos, ceñido a sus entrañas, con la plasticidad de Velázquez, con el ritmo de Bécquer. Al estilo de Sevilla. Con un personalísimo duende y encanto que hacían bellos los faroles inversos, las tafalleras, el capote de frente y por detrás. Todo en Morante tiene arte, porque Morante es la quintaesencia del arte.
Ese toro merecía la vida. Como también mereció la muerte para que su nombre sea ya historia y eternidad junto al dios pagano del toreo, que le pidió de todo. Y Ligerito se lo daba, muy despacito con una clase inenarrable, siempre embistiendo con limpieza, sin un sólo cabeceo durante el transcurso de su embestida. Una genialidad a la altura del artista más genial. Que acariciaba el palillo con sus yemas, en la equidistancia entre el pico y el cáncamo, como mandan los cánones, como había toreado con el capote. Su conjunto, además de exaltar el arte, tuvo mucho de académico, cimentado en reglas y preceptos históricos, envuelto en una plasticidad superlativa.
En el momento en que esa espada entró en el hoyo de agujas todos conocíamos cómo sería el delirante desenlace, con un José Luque Teruel que llevaba tiempo proclamando su interés por recuperar esta concesión –más de medio siglo después del último rabo de Ruiz Miguel en una corrida de toros–, que en lugar de generoso pecó de extraordinario aficionado, aprobando en el campo una excelente corrida de toros, apostando por el animal que tiene mejores mimbres para embestir, aliándose con la masa popular, escuchando lo que está viendo. Luego, quita por gaoneras. ¡Lo nunca visto! Aunque el toro se para un poco y protesta, lo va metiendo en la muleta. No es sólo estética; también, cabeza para saber lo que necesita el toro en cada momento y técnica para dárselo, alternando los momentos de exigirle con los de aliviarlo. Al natural, vuelve a poner de pie a la Plaza entera, enloquecida. Ya con la espada en la mano, concluye con los sevillanísimos naturales de frente, recuerdo de Manolo Vázquez. Y, después de la estocada, sigue toreando y adornándose. ¡El fin del mundo! El público, embriagado de arte, ya no sabe qué gritar, cómo liberarse de la emoción que le ha inundado hasta lo más íntimo. Para mí, acierta el a los toreros, palpando el sentir de los aficionados. Señores políticos, no den más vueltas, ahí tienen al presidente que Sevilla merece. Uno, y bueno.
Antología de Ortega
A las 19.52 horas me anunciaba el reloj (poco) inteligente, con ínfulas antitaurinas, del peligro: «Entorno ruidoso. Los niveles de sonido superan los noventa decibelios. Exponerse a estos niveles de ruido durante unos treinta minutos puede provocar una pérdida de audición temporal». Acabaríamos sordos, porque ¿cuánto duraría aquello? ¿Cuánto duraron esos tres o cuatro lapazos que Juan Ortega
DESDE MI GRADA
presidente Luque, buen aficionado, al conceder el rabo: justo premio a una tarde completísima, inspirada, entregada, redonda, feliz.
Por el rabo, la tarde pasará a la historia. Si no se hubiera conseguido, también. ¿Qué tienen que ver estas verónicas, estos naturales con el diluvio de espaldinas, arrucinas, circulares invertidos y muletazos mirando al tendido de tantas tardes? Hemos vivido el arte del toreo, sencillamente. Guardaremos esta tarde en la memoria del corazón. Lo dice don Sem Tob: «Cuando es seca la rosa… queda el agua olorosa/ rosada, que más vale». Adapto a Jorge Manrique: «Y, aunque la tarde acabó, / nos dejó harto consuelo / su memoria».