El selecto club al que deseábamos ingresar es, en realidad, un casino de diletantes que no funciona
CUESTA escribir lo que pienso escribir, no crean. Para mi generación –y para un par de cohortes de edad por arriba y por abajo–, Europa era vista como el sueño al que aspirábamos, el selecto club al que pretendíamos pertenecer, la panacea de todos los problemas que la vieja España –aun más vieja que Europa– había arrastrado durante todo el siglo XX. El día que se firmó el acuerdo de integración en el Palacio Real de Madrid, con Felipe González y el injustamente satirizado Fernando Morán como ministro de Exteriores, la ETA dejó la huella de su zarpa hundida en sangre para que no se nos olvidara la magnitud del desafío al que nos enfrentábamos. Europa era la solución, el anhelo de salirnos por la tangente con una enmienda a la totalidad de ese retablo de cristobitas en que se había convertido España en los dos siglos precedentes. Recuerdo la frase pero no quién la pronunció: «Europa ya está completa», en referencia a su extremo suroccidental que completaba la península Ibérica.
Pero todo ese mito, bien vivo en el imaginario colectivo de los de mi época, se ha derrumbado con estrépito. Ni siquiera valen los cascotes para levantar de nuevo el edificio. La crisis de la pandemia mundial, convertida luego en la crisis de las vacunas, nos ha mostrado la cara desagradable que ignorábamos entonces o que no queríamos ver: el selecto club al que deseábamos ingresar es, en realidad, un casino de diletantes que no funciona, de gente que zascandilea con las normativas de obligada trasposición hasta que se las ha tenido que ver con un desafío para el que sobra lo que mejor se sabe hacer en Bruselas: nadar y guardar la ropa. Sin sentir el aliento del político que se juega su reelección en el cogote, los eurofuncionarios han negociado hasta conseguir un precio muy ventajoso y unas condiciones inmejorables... sobre el papel. La crisis de las vacunas nos ha desnudado el muñeco que todo este tiempo habíamos vestido. Si Baviera, la región cuya prosperidad envidiamos todos los demás, se lanza a comprar dosis rusas para inmunizar a los alemanes del Sur, no queda más remedio que certificar el fracaso de ese proyecto de unión que en su día nos iba a llevar a compartir el paraíso bávaro. «Los europeos no se ponen de acuerdo para el criterio en el uso del fármaco», titulaba ayer este periódico como un epitafio de aquella idea con la que llegamos a obsesionarnos
Qué queda de aquellos sueños de los fundadores, democristianos y socialdemócratas, hasta este descalzaperros en que naufraga la idea misma de un continente unido en torno a ideales sacrosantos que parecen terriblemente desgastados por el ascenso de los totalitarismos de nuevo cuño como de los populismos de nueva hornada. Europa es una herida en el fondo del alma de mi generación.