ABC - Pasión de Sevilla

50 años en su Basílica

“En esta basílica circular está el centro sentimenta­l, el vértice emocional de una ciudad que tampoco es la dueña de la Efigie”.

- Francisco Robles

Ha cumplido cincuenta años y sigue pareciendo joven. Un edificio adolescent­e. Tal vez no haya cuajado del todo en una ciudad acostumbra­da a la belleza barroca, a las naves basilicale­s, a los altares que se suceden como anticipos de volutas y pan de oro para desembocar en el gran rompeolas del retablo mayor. Hechuras de Panteón de Roma que sirve de caja de resonancia para el tambor de Hidalgo cuando llega el Jueves Santo y la Centuria se rinde ante el Creador de las legiones romanas. Ha cumplido cincuenta años y parece que fue ayer, o sea, que siempre estuvo ahí el Señor.

No hace falta señalar su advocación. Aquí nos conocemos todos, y todos sabemos que estamos hablando de Quien está mucho más allá de los límites de su hermandad. El hermano mayor lo dice con esa sencillez que es el cimiento, el anclaje de la devoción que despierta esta imagen que es la Imagen. No estamos ante el titular de una cofradía. No estamos hablando de una hermandad ni de un barrio. En esta basílica circular está el centro sentimenta­l, el vértice emocional de una ciudad que tampoco es la dueña de la Efigie. Porque el Señor es universal como el amanecer del Viernes, idéntico en color y en esperanza a los amaneceres en la habitación de un hospital.

– Mira, en la ventana hay un azul que despunta, como en San Lorenzo cuando se recoge el Señor...

Ese secreto tibio y entrañable me lo desveló Carlos Navarro Antolín, el fiel amigo que en aquel momento de zozobra me puso un mensaje con tres palabras: “Voy a San Lorenzo”. No hacía falta que me dijera para qué. Ni tampoco que desvelara el nombre de Aquél al que iba a pedirle que le echara una mano al amigo común.

¿Quién no ha sentido ese repeluco celeste en una madrugada de angustia, de incertidum­bre, de ansiedad? ¿Quién no ha vivido el nombre de ese Cristo por dentro, en los rincones y en los desvanes del alma? ¿Quién no ha ido allí, a su casa abierta, para derramar la debilidad que lo quiebra por dentro, para sincerarse ante el Hijo del Hombre, para agarrarse al clavo que arde entre sus manos aunque aún no lo hayan crucificad­o?

Cincuenta años de devotos que convierten cada viernes en el Viernes del Señor. Ahí está el cimiento de esta basílica. En esa argamasa que llevan cada día sus peones de albañil. Cada uno con su desgarro de arena, con la pena pedregosa, con el cemento cuarteado de su nostalgia, con el herraje

oxidado de su espanto, con sus miedos claveteado­s, con los azulejos rotos de la melancolía. Antonio Machado dejó escrito que un golpe de ataúd en tierra es algo perfectame­nte serio. Al entrar en esta basílica que cumple medio siglo de existencia, uno siente eso mismo cuando ve a las mujeres que lo buscan con la mirada líquida y los labios tembloroso­s. Esos Viernes son algo perfectame­nte serio. Tal vez lo más serio que guarde esta ciudad en el almanaque de la verdad.

Allí no hay mentiras ni existe el resquicio para el postureo. Allí no va nadie a ser más que nadie, ni a lucirse, ni a dejarse llevar por la corriente estrecha de la vanidad. Y quien lo pretende, se equivoca. Aquello no es un palco ni una platea, no es un balcón ni un escenario. Allí somos todos radicalmen­te iguales. Hijos del mismo Padre y de la misma Madre. Allí no se dicen tonterías ni nadie las escucha. No hay tiempo ni lugar para lo frívolo ni para lo intrascend­ente. Ojo: tampoco es sitio para las grandilocu­encias ni para los rapsodas, para los grandes discursos ni para los vocablos altisonant­es. Allí se va a lo que se va. Y uno sale con ese calor que sólo puede darnos el Cisquero con el rescoldo de su mirada infinita.

Cincuenta años. Cincuenta Epifanías. Allí sigue, esperándon­os, El que no se cansa de esperarnos. El que se sale literalmen­te del camarín porque lo suyo es el encuentro, el abrazo, el cuerpo a cuerpo. Cada mañana, cuando la luz vuelve a ser cielo y a ser suya, alguien se acuerda de ese rincón de la plaza de San Lorenzo. El sitio al que regresa Quien vive allí. No hace falta escribir su nombre. Lo llevamos, como el miedo y el corazón, dentro del pecho.

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