ABC (Nacional)

La gran odisea de entender lo que dice el Estado: «El lenguaje claro es un derecho»

▶ La RAE acoge en su sede la primera convención de la Red Panhispáni­ca de Lenguaje Claro

- BRUNO PARDO PORTO

Santiago Muñoz Machado, durante la inauguraci­ón de la convención de la red de lenguaje claro

En el Salón de Actos de la RAE hay una alegoría de la Poesía, otra de la Elocuencia y un retrato de Cervantes. Bajo esas miradas se celebra la primera convención de la Red Panhispáni­ca de Lenguaje Claro, un grito de guerra (sin violencia ni exclamacio­nes, se entiende) contra el oscurantis­mo de la jerga legislativ­a, judicial, burocrátic­a, educativa, etcétera. Una reunión con ambición internacio­nal e institucio­nal, dado el cartel de ponentes, que clausurará esta tarde el Rey.

Santiago Muñoz Machado, el director de la Academia, abrió el encuentro recordando que la reivindica­ción del lenguaje claro viene de lejos, y que nació, segurament­e, de la indignació­n de un ciudadano inglés que no entendía el prospecto de una medicina. Queja a queja, aquella protesta individual se ha convertido hoy en un movimiento de carácter global y transversa­l, que afecta a lo público y a lo privado. La oscuridad es ancha; el derecho a entender, un deseo todavía.

No es raro, comentó el jurista desde el atril, que ya el derecho romano establecie­ra que «el desconocim­iento de la ley no exime de su cumplimien­to», pues siempre el hombre de a pie ha tenido problemas para entenderla. A lo largo de las ponencias esta certeza se confirmó a base de citas más o menos añejas, del Quijote a Ortega y Gasset, pasando por Voltaire, Montesquie­u y Jeremy Bentham. Este último sentenció: «Las leyes son palabras (...) todo lo más precioso que tenemos depende de la elección de las palabras».

Fernando Galindo, secretario general del Congreso de los Diputados, empezó su ponencia pidiendo disculpas: «Ya les adelanto que voy a ser crítico con el trabajo que realizamos en el Parlamento. Es evidente y es innegable que la calidad del lenguaje en las últimas décadas se ha empobrecid­o enormement­e. Decía Stendhal que todos los días, antes de ponerse a escribir, leía algún artículo del Código Civil Napoleónic­o para ganar frescura y naturalida­d. Yo no creo que hoy por hoy haya ningún escritor que pueda decir lo mismo». Alicia Zorrilla, presidenta de la Academia Argentina de las Letras, señaló con guasa los vicios de la prosa jurídica: los gerundios estomagant­es (o indigestos), los arcaísmos hasta en los tiempos verbales, el caos sintáctico que pretende ser barroquism­o.

«¿Por qué se usa ‘presentara’ en lugar de ‘presentó’, ‘dijera’ en lugar de ‘dijo’? (...) Se usa ‘ dar cumplimien­to’ en lugar de ‘ cumplir’, ‘ tomar responsabi­lidad’ en lugar de ‘responsabi­lizarse’. Y se altera el orden sintáctico sin necesidad. Se dice ‘ la demanda se promovió por el damnificad­o’ en lugar de ‘el damnificad­o promovió la demanda’», protestó. Luego leyó un contrato en el que a fuerza de evitar el punto y abusar del gerundio el redactor acababa diciendo que el dueño del piso que se iba a alquilar no se hacía responsabl­e de los daños morales o los movimiento­s sísmicos que pudiera ocasionar su vivienda.

Francisco Marín Gastán, presidente del Tribunal Supremo, coincidió con Zorrilla, y añadió otro factor: el arte del cortapega. «En las sentencias ha alcanzado el grado de plaga», denunció. Se refería a que antes las citas a otras sentencias eran mesuradas y sintéticas, todo lo contrario que hoy. También cargó contra la concatenac­ión de subordinad­as sin piedad, algo que se hace «so pretexto de una pretendida altura o calidad técnica». Ignacio Sancho Gargallo, magistrado de la sala primera de lo civil del Tribunal Supremo, recordó aquella vieja norma: sujeto, verbo, predicado. «Hay que evitar el barroquism­o».

Ignacio Astarloa, miembro de la Real Academia de Jurisprude­ncia y antiguo secretario de Estado y diputado, aseguró que en España la ilegibilid­ad de las leyes se ha agravado por la hiperinfla­ción legislativ­a: cada vez hay más normas, son más largas, regulan más cosas y se entienden peor. Ay, las leyes ómnibus… A esto se le suma, además, que los pactos de última hora se han traducido muchas veces en textos legislativ­os con «formidable­s ambigüedad­es de fondo y forma, con un lenguaje deliberada­mente ambiguo y oscuro». «Tenemos un libro de estilo de la justicia [elaborado por la RAE y el CGPJ]. Se sabe lo que hay que hacer, tenemos los instrument­os para hacerlo, falta que pongamos la voluntad necesaria para hacerlo. Se requiere un pacto político», aseveró. Galindo aportó algo de optimismo: «En los últimos quince años ha habido avances significat­ivos».

Soluciones

Juan Fernando Abellá, director general de Impresione­s y Publicacio­nes Oficiales de Uruguay, contó que allí llevan trece años traduciend­o las leyes a un lenguaje accesible para todos los ciudadanos. «No interpreta­mos, solo traducimos. Cambiamos ‘decimoterc­era paga’ por ‘aguinaldo’, por ejemplo. Le damos un orden más coherente a la frase, nos ahorramos lo procedimen­tal… Ya tenemos más de 86 normas en lenguaje claro. El lenguaje claro fortalece la democracia», subrayó. Fue una idea muy repetida. Ahora que la desafecció­n por las institucio­nes crece, el lenguaje claro puede restañar esa relación de los ciudadanos con los órganos del Estado.

«La administra­ción no puede emboscarse en que el asunto es complicado», subrayó Ángel Gabilondo, defensor del Pueblo, bajando el tema a la burocracia. «La claridad es ponerse en lugar del otro. El lenguaje claro mejora el servicio público. Dicho de otro modo: sería suficiente no hacerse entender bien para ser una mala administra­ción». Julio Ponce, catedrátic­o de Derecho Administra­tivo de la Universida­d de Barcelona (UB), recordó que «el lenguaje claro no es una mera cortesía de las administra­ciones públicas». «Es un derecho de los ciudadanos: el derecho a entender», insistió.

De todas las pesadillas cotidianas, las cartas de Hacienda son las peores. Estrella Montolío, directora de la cátedra de comunicaci­ón clara aplicada a las administra­ciones públicas de la UB, lo dijo con datos: «Solo un 33% de los barcelones­es hacen los trámites de Hacienda solos. El 44% lo hacen con gestores. El 23% piden ayuda a amigos o familiares. Y el 70% tienen miedo a equivocars­e». ¿Saben cuál es una de las quejas más comunes? Muchos no entienden cuándo vencen los plazos. Y más allá de la oscuridad está el tono, que también. «Es un tono amenazante, intimidato­rio, no muy respetuoso con lo que debería ser una administra­ción del siglo XXI». ¿Cambiará? Daniel Martínez, del Instituto Municipal de Hacienda de Barcelona, contó que en la Ciudad Condal ya están en ello…

«Se sabe lo que hay que hacer para mejorar la comunicaci­ón, tenemos los instrument­os, falta que pongamos la voluntad»

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// EFE

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