Estados Unidos, Francia y Françoise Hardy
¿Por qué la apoteosis del nacional-populismo a ambas orillas del Atlántico plantea un futuro especialmente complicado para Europa?
La icónica trayectoria de Françoise Hardy –fallecida en mitad del caos político provocado por una inesperada campaña electoral francesa y el auge global del nacional-populismo– va mucho más allá de su melancolía musical y su estilosa compostura. Es como si Francia con la despedida de Hardy hubiera cerrado todo un ciclo encapsulado en la biografía de la cantante que encandiló a millones, empezando por Bob Dylan y Mick Jagger.
Al fin y al cabo, ella nació en 1944, durante un ataque aéreo contra el París ocupado por los nazis, siete meses antes de la liberación de la ciudad por el general Charles de Gaulle y los aliados. Y se ha marchado cuando un partido de extrema derecha, en la tradición del régimen colaboracionista de Vichy y liderado en su día por un fascistoide que calificó el Holocausto como un «detalle de la historia», se encuentra al borde del poder.
No por esperada, la difícil despedida francesa no deja de sorprender y preocupar. Por muy evidente que resultase la imposibilidad de un final feliz para la saga de ‘Charlie Hebdo’, Bataclan, maestros laicos acuchillados, barriadas enteras transformadas en mini-Estados fallidos, Marsella como la capital del crimen organizado norteafricano y la Francia abandonada que simbolizan los chalecos amarillos.
Tan solo el mes pasado, en el ochenta aniversario del desembarco de Normandía, los presidentes Biden y Macron rendían homenaje a los jóvenes centenarios que lo arriesgaron todo en el asalto contra aquellas playas y acantilados porque «sabían sin ninguna duda que hay cosas por las que merece la pena luchar y morir». Cosas como la libertad, la democracia, Estados Unidos y el mundo, «entonces, ahora y siempre», destacó Biden.
Después del debate presidencial en EE.UU. y de la primera ronda electoral en Francia, en cuestión de días ha quedado en evidencia la incapacidad tanto de Biden como de Macron para mantener la línea de defensa de todos esos valores nacidos de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial y que han hecho posible un excepcional periodo de paz y prosperidad. Pero todo eso es el pasado frente al presente de un mundo cada vez más peligroso por la confrontación entre autocracias cada vez más perfectas y coordinadas frente a democracias cada vez más imperfectas y divididas.
La apoteosis del nacional-populismo a ambas orillas del Atlántico plantea un futuro especialmente complicado para Europa. Ya que el exitoso asalto iliberal contra Washington y París socava los pilares de la Alianza Atlántica, el compromiso para la defensa de Ucrania y todo lo que se ha hecho desde 1945 para promover y construir una Europa unida sacando de la ecuación al nacionalismo identitario que tanto sufrimiento ha generado al Viejo Continente.
Francia, con Alemania, forman la piedra angular de la Unión Europea. Y si Francia empieza a actuar desde dentro contra la unidad de Europa se multiplica el riesgo de que el colapso del núcleo provoque un desmoronamiento todavía más amplio entre los 27. Ya que tampoco se puede olvidar la precariedad del canciller Olaf Scholz ante una economía tambaleante, una coalición fraccionada y un partido de extrema derecha en ascenso.
Las fuerzas más radicales y populistas, que antes se situaban en la periferia del espectro político de EE.UU. y Francia, ahora son imposibles de ignorar. Tanto Trump como Marine Le Pen han sabido beneficiarse de poder a coste cero ensuciar, mentir y demonizar haciendo creer que existen soluciones sencillas a los grandes problemas del siglo XXI. El primero ha terminado por fagocitar el Partido Republicano y la segunda ha sabido reinventar y blanquear al Frente Nacional, hacer presentables a los integrantes de su banda y convencer a los votantes de que no se trata de hacer ruido sino de alcanzar el poder.
En clave de incertidumbre internacional, resulta casi imposible no interpretar el triunfo del club de fans de Putin, subvencionados por la caja de ahorros y el monte sin piedad del Kremlin, como una señal de debilidad y una invitación a la agresión.
En clave de incertidumbre, resulta casi imposible no interpretar el triunfo del club de fans de Putin