XI JINPING, ETERNO
«El capitalismo chino de las últimas décadas no sólo no ha conducido a la democracia, sino que ha fortalecido el régimen autoritario y el Estado policial»
EL presidente de China desafía la tesis de Margaret Thatcher según la cual las dictaduras capitalistas conducen inexorablemente a la democracia porque la economía de mercado hace inviable la permanencia de un rígido sistema autoritario.
Xi Jinping acaba de convertirse en presidente vitalicio mediante una modificación constitucional tan rápida y sencilla en la Asamblea Nacional Popular que pareció una rutina. Con ella, su condición de jefe del Estado se equipara a la que ya tenía como jefe del partido y jefe de las Fuerzas Armadas, cargos de duración ilimitada. Además, la Constitución ha elevado su visión personal a la categoría de ideología de Estado, algo que sólo había conseguido Mao Zedong. Todo ello a remolque de la larga cruzada contra la corrupción que ha concentrado poderes descomunales en la cúpula gobernante mediante la purga de más de un millón y medio de funcionarios. Se han dictado ahora nuevas disposiciones que permitirán al Gobierno una vigilancia minuciosa de las vidas de todos los empleados públicos, incluidos los profesores de colegio. Para no hablar del control que ha tomado Jinping de las empresas privadas –además de las públicas– relacionadas con la tecnología y de las muchas formas de acotar la independencia de las compañías extranjeras que se están practicando, como esas campañas de denuncia pública que, bajo el manto de la defensa del consumidor, hacen poco respirable el ambiente para muchos capitales estadounidenses y europeos, según quejas constantes de CEOs occidentales.
No, el capitalismo chino de las últimas décadas no sólo no ha conducido a la democracia, sino que ha fortalecido el régimen autoritario y el Estado policial. La dictadura comunista de la URSS se fue erosionando en gran parte porque la infértil economía socialista impedía sostenerla y porque esa limitación impedía a Moscú competir en la carrera tecnológica con Estados Unidos (en todos los órdenes, el militar también). En China pasa lo contrario: la capacidad productiva del sistema –que, a pesar de estar altamente intervenido y limitado, puede ser llamado capitalista– pone en manos del partido un poder aún mayor del que tenía en décadas anteriores. Con un añadido: el caudillismo. Desde la muerte de Mao, el caudillismo y el culto de la personalidad del gobernante habían disminuido. Incluso bajo Deng Xiaoping, autor del tránsito al capitalismo chino, el poder presidencial estuvo limitado por el del partido y la burocracia. Ahora, el poder de Xi Jinping se empina por encima de ambos. En cierta forma, puede decirse, a lo Luis XIV, que el Estado es él.
La tesis de Thatcher parecía comprobada con los casos de Taiwán y Corea del Sur, dictaduras capitalistas que se metamorfosearon en democracias (a diferencia de Singapur, otra mosca en la sopa de la tesis thatcheriana). Sin duda un sistema como la economía de mercado, que por definición descentraliza el poder en la sociedad, a la corta o a la larga choca con la dinámica altamente centralizada de una dictadura. Pero el caso chino parecería demostrar que la tesis tiene excepciones cuando la burocracia y el caudillo logran «graduar» el capitalismo de tal forma que no surjan poderes paralelos que puedan desafiar al Gobierno o clases medias ansiosas de un cambio político con capacidad real de presionar al Estado en esa dirección.
No sabemos si a la larga China será una democracia. Si lo es, quizá la tesis de Thatcher quedará tardíamente comprobada una vez más y en ese caso habrá que decir que, aunque el capitalismo siempre empuja a las dictaduras hacia la democracia, los tiempos varían mucho según el caso. Esto último podría ser, claro, puro wishfull thinking. Es decir, un cuento chino.