Menores inmigrantes visitan el Congreso
Es importante ayudarles a alcanzar el futuro que han venido a buscar porque la alternativa a esto, posiblemente, sean solo malos hábitos, malas compañías y delincuencia
Icham es marroquí, es menor y está solo. Su único espacio de intimidad es la cama que le han asignado en el centro de acogida en el que reside. Aunque, por su aspecto, nada nos haría sospechar de ello. De hecho, Icham viste con corrección, llama la atención por su madurez y es especialmente educado.
Cada mañana va a un curso de hostelería organizado por la ONG CESAL, donde le enseñan un oficio para que pueda integrarse plenamente en la sociedad que le ha acogido. La alternativa a esto, posiblemente, sean solo los malos hábitos, las malas compañías y la delincuencia, una realidad que también existe y que no se puede ocultar.
Precisamente por ello es tan importante ayudarles a alcanzar ese futuro que han venido a buscar. En su caso, en patera. Sus profesores destacan que, a pesar de que las condiciones en las que vive son poco proclives a la virguería estética y la autodisciplina, realiza un esfuerzo notable por extremar las condiciones de su propia dignidad.
Esta mañana, excepcionalmente, no ha asistido al curso sino al Congreso, donde un diputado del Grupo Popular le espera a él y a otros veinte jóvenes inmigrantes para enseñárselo personalmente y desde el principio. «Simplemente me lo pidieron», me dice el diputado, que prefiere que no trascienda su nombre. «Solo cumplo con mi obligación de recibirles como hago con tantas otras visitas. Lo excepcional no es que yo reciba a inmigrantes así de jóvenes, sino que haya inmigrantes así de jóvenes que quieran conocer las instituciones». Aunque, diga lo que diga, esta visita es especial.
España se encuentra estos días debatiendo el trato que debe dar a estos menores extranjeros no acompañados, los menas, acrónimo que algunos utilizan despectivamente. El debate no es solo social, sino también
parlamentario. Recordemos que este martes, en el entorno de una crisis migratoria, el Congreso ha decidido no tomar en consideración la reforma de la ley de Extranjería en los términos en los que la presentaron PSOE, Sumar y Coalición Canaria.
«He decidido estudiar»
En cualquier caso, el diputado hace lo que tantas otras veces: recibir a unas personas que quieren conocer la institución. La excepcionalidad viene marcada por quienes son los invitados y por el momento histórico en el que se produce. La noticia, en realidad, son sus ojos abiertos al descubrimiento de la institución y haber comprendido de golpe que quien los está acogiendo no es un partido o una ideología sino un país: España. Y, por lo tanto, el Congreso es su casa.
Los chavales vienen de Marruecos, República Dominicana, Senegal, India, Ecuador y Venezuela. Entran por los tornos en fila, mirándolo todo con curiosidad, en silencio y con una actitud de orden y respeto que ya querría ver yo en la clase de mi hija. Enseñan su documentación, esperan donde se les indica y son conducidos a una sala con una gran mesa de madera
en la que encuentran veinte butacas y veinte ejemplares de la Constitución. Una bandera de España y otra de la Unión Europea flanquean la foto del Rey. «¿Sabéis quién es ese señor?», pregunta el diputado. «Sí, es Pedro Sánchez», responde Justin. «No, es el Rey», dice otro. «Carlos I. No, no, Felipe II. ¿O Felipe III?».
El que habla es Justin, que asegura ser «medio español, medio ‘pancho’». La psicóloga que los acompaña le corrige: «Latino, no ‘pancho’, Justin». «Bueno, eso, latino», susurra. Pero recula rápidamente: «No, yo no soy latino, yo soy pancho». Viene de Ecuador y dice que quiere aprender un oficio para tener un futuro. «An
«Quiero compatibilizar el trabajo en la cocina con la carrera de medicina, porque si he venido aquí es para curar a los demás»
«No puedo ver a mi hermano pequeño porque está en otro país, pero me anima en lenguaje de signos porque es sordo»
tes yo no era estudioso, estaba por la calle, perdido, sin saber qué hacer. Pero ahora he decidido que tengo que estudiar y trabajar. Me anima recordar a mi hermano pequeño», dice. Y saca una foto tamaño carné que enseña al resto, abriendo su intimidad, quizá por primera vez. «No lo puedo ver porque él está en otro país. Pero me anima de todos modos, en lenguaje de señas, porque es sordo. Con lo que gano le mando dinero».
Justin tiene más hermanos, pero no quiere hablar de ello y algo me hace pensar en una familia desestructurada que ha llevado a ambos hermanos a vivir cosas que no deberían haber vivido. Es curioso: hasta los ‘menas’ tienen alguien por debajo en la jerarquía. Ellos cuidan de gente que vive en peores condiciones que ellos. Y son sus hermanos y sus padres, en los países de origen. No dejan de sentirse unos privilegiados. Y ello les hace generar una responsabilidad que quizá, por edad, no les corresponde.
Les sucede a todos. Por ejemplo, Mamadou, que vive en un centro de acogida de protección internacional en Carabanchel (Madrid) y que, ya fuera de la sala, pasa por delante del busto de Argüelles y de Martínez de la Rosa y se mira como un niño en El Prado. Ya no es menor, pero también está solo. Lleva solo cinco meses aquí, pero ya habla con corrección y se siente agradecido.
Tanto él como otros compañeros subsaharianos llevan camisetas del Real Madrid y banderas de España en la ropa. Y entran al Salón de Pasos Perdidos como quien entra en el Bernabéu. Igual que Isaura, que tiene 21 años, es de Angola y es enfermera. Ya tiene papeles y está esperando que le convaliden la titulación para poder ejercer su profesión. Mira la estatua de Isabel II y me dice que quiere ser médico: «Quiero compatibilizar el trabajo en la cocina con la carrera. Porque si yo he venido aquí es para curar a los demás».
Entramos en el hemiciclo, donde les explican cómo funciona la actividad parlamentaria y ven los tiros de Tejero. Van perdiendo la timidez y hacen preguntas interesantes, alguno incluso toma nota del enlace para acceder a los diarios de sesiones. René, que es venezolano, está especialmente serio. Me cuenta que su padre fue asesinado por motivos políticos y está nervioso por las elecciones de este domingo en su país natal. «No creo que pueda volver nunca, pero, desde luego, si no gana la derecha, directamente será imposible». Se me hace un nudo en el estómago, no es fácil hablar de democracia y presumir de instituciones y de libertad delante de gente que ha tenido que emigrar porque su padre ha muerto defendiendo eso mismo.
Y, sin embargo, no veo caras tristes sino esperanzadas. Especialmente Gabriela, que es dominicana y que quiere trabajar en un restaurante, «pero en sala, que soy más de hablar con la gente que de cocinar». Por su desparpajo, no tengo duda de que lo logrará. Y me pregunta si ella podría algún día ser diputada cuando tenga la nacionalidad. Le digo que sí, siempre que la vote el suficiente número de personas. Gabriela se queda pensando y me mira: «Pero ¿quién va a querer votarme a mí?».
La Constitución
El diputado les explica que tienen derechos y que están recogidos en la Constitución. Lo mismo que sus deberes. Porque «la Constitución –explica– no solo regula los derechos de los que ganan, sino también de los que pierden. Los derechos de los perdedores son fundamentales en una democracia». La reflexión me parece interesante porque, desde luego, si hay perdedores son ellos. En cualquier caso, no hay rastro de paternalismo, condescendencia o discursos lacrimógenos sino un discurso serio, acogedor y en pie de igualdad que los chicos, ya en la tribuna de oradores, reciben con agradecimiento, mientras fingen dirigirse a la Cámara con un discurso.
Cuando salimos, me dan la mano y en algún caso dos besos, con esa naturalidad con la que te da su confianza quien no está acostumbrado a recibirla. Y se pierden por el patio de Floridablanca entre diputados, prensa y funcionarios, como cualquier otro día en el Congreso. Entre ellos Icham, que se irá a la cama como todos los días, pero hoy con un ejemplar de la Constitución. Es marroquí, es menor y está solo. Quizá, desde hoy, lo esté un poco menos.