Pablo D’Ors «El ruido es hoy el principal terrorismo»
Galaxia Gutenberg acaba de reeditar su tercera novela, «El estupor y la maravilla», una suerte de imaginadas memorias sobre el «milagro de lo banal»
Pablo D’Ors (Madrid, 1963) vive «en un estado de permanente asombro y fascinación». Lo dice «sin ánimo de resultar presuntuoso», en el transcurso de la conversación que mantenemos a propósito de «El estupor y la maravilla», la que fuera su tercera novela, que Galaxia Gutenberg acaba de recuperar. En realidad, la editorial que dirige Joan Tarrida está inmersa en la reedición de la obra completa del sacerdote («todo un privilegio para un autor, soy muy consciente de ello»), que en el año 2000 debutó como novelista y, tiempo después, logró algo insólito: convertir en best seller un ensayo sobre la meditación (su «Biografía del silencio» es ya un clásico en toda biblioteca que se precie). En una suerte de imaginadas memorias, D’Ors utiliza a Alois Vogel, vigilante en el Museo de los Expresionistas de la ciudad alemana de Coblenza y protagonista del libro que hoy nos ocupa, para reflexionar, con una libertad que asombra, porque resulta extraordinaria, sobre la virtud de lo pequeño, lo diminuto, en esta vida nuestra, milagrosa y única. —¿Qué tiene usted de un personaje como Alois Vogel? ¿Y él de usted? —Alois Vogel es un personaje netamente centroeuropeo. Es un tipo extravagante, que hace cosas estrafalarias en las que, curiosamente, muchos nos sentimos identificados. Acaso porque todos seamos bastante más raros de lo que estamos dispuestos a confesar. O acaso porque la rareza sea, a fin de cuentas, un estado bastante universal. Vogel expresa lo que aprendí de mi maestro Elmar Salmann con tanta asertividad como ligereza. Es un artista de lo pequeño, un buscador de una felicidad doméstica y privada. Pone a las claras que la novela en la que yo creo, y a la que he dedicado buena parte de mi vida, es épica del individuo y sabiduría de la incertidumbre. —La novela destila un gran amor hacia el arte. Si tuviera que elegir entre este y la literatura, ¿con cuál se quedaría? —La literatura, siempre la literatura. Pero sólo con palabras que nazcan de las imágenes y que conduzcan a ellas, puesto que el alma está hecha de imágenes, y a ellas deben apuntar siempre las palabras, so pena de quedarse en meramente especulativas o teóricas. Me interesa el pensamiento figurativo, no el abstracto. Por eso soy narrador, no ensayista. —¿Y qué poder tiene el arte en la actual sociedad? —No es exagerado afirmar que toda mi narrativa es una reflexión sobre el hecho cultural. En «El estupor y la maravilla» esto resulta clarísimo. En ella digo que el arte cumple una función claramente espiritual, y que ha suplantado en buena medida el espacio que cubría la religión. Claro que hoy el arte, como todo en realidad, se cuestiona su identidad y, por ello, se ha vuelto esencialmente egocéntrico y autorreferencial. El artista, el escritor muy particularmente, debe ser un notario de lo real, pero no sólo. No se trata únicamente de poner un espejo ante el individuo y la sociedad, que es lo que hace el arte y la literatura actuales, sino de mostrar cómo ese espejo, si se mira bien, se transforma en una ventana. —Se lo pregunto porque una tiene la sensación de que, quizás, el arte esté rodeado, a veces, de cierta frivolidad… ¿Cómo se combate esa frivolidad, camuflada de supuesto amor por el arte? —El arte contemporáneo suele moverse entre dos extremos: lo pretencioso y lo banal. La única vacuna que yo conozco frente a esto es la humildad del artesano: el amor al oficio, la honestidad y tenacidad en la búsqueda, la entrega desinteresada… Pero es que para mí la escritura es un ejercicio espiritual.
—¿Y qué me dice del papel del artista? —Todos admiramos a los grandes artistas y, al tiempo, casi nadie quiere que su hijo sea actor o poeta, prefiriendo que sea ingeniero, economista o abogado del Estado. El artista es el llamado a recordar el papel de lo gratuito en una sociedad eminentemente utilitarista. El artista debe hablar de lo invisible en un mundo pragmático. Su misión es la de rescatar la poesía que se esconde en lo
prosaico. Nada de todo esto es, desde luego, urgente, pero sí esencial. —El mundo de Vogel se reduce, aparentemente, a las cuatro paredes del museo. Digo aparentemente porque, en realidad, sus vivencias son tan ricas como las de cualquiera. ¿Cómo se puede trascender la experiencia cotidiana y convertirla en extraordinaria? —En Occidente hemos construido una civilización de la extraversión: siempre estamos fuera, hemos olvidado estar dentro de nosotros mismos. Nuestra desenfrenada búsqueda de estímulos externos revela la pobreza de nuestra consistencia personal: procuramos entretenernos porque no sabemos intratenernos. Sin embargo, sólo en lo cotidiano, y entre todo ello lo más diminuto y de apariencia más insignificante, podremos vislumbrar algo de lo que anhelamos. Todo es interesante si lo miras bien y durante el suficiente tiempo. Nuestro problema es que no sabemos mirar, saltamos de una cosa a otra sin permitir que el milagro de la vida se nos haga visible. —El padre de Vogel vivió sus últimos años sumido en un mutismo que él parece haber heredado. ¿Es el silencio nuestro mejor refugio, frente al ruido ensordecedor de esta sociedad? —El silencio es el nombre secular de Dios. El silencio es la necesidad primordial de nuestros contemporáneos, mejor aún, el silenciamiento, el vaciamiento del parloteo mental. Y ello porque el ruido es hoy el principal terrorismo. —Ahora que hablamos de refugio, los libros son mis mejores compañeros en la buscada soledad. Con ellos comparto ese silencio que sólo permite la literatura. ¿Qué papel representan, en su vida, la escritura y la lectura? —La escritura es para mí la otra cara, necesaria, de la lectura. Siempre he sostenido que los libros nacen de los libros, no de la vida. Mi vocación y mi oficio es la palabra, hablada y escrita, pero la palabra es la otra cara del silencio, no entiendo la poética sin la mística. Los libros me han acompañado mucho, ahora empiezan a pesarme. Leo mucho, claro, cada día, pero infinitamente menos que antes. Por deber profesional y por devoción personal, ahora dedico el mismo tiempo a leer que a meditar, a llenarme de palabras que a vaciarme de ellas. Debe ser así para que no peligre nuestra salud psíquica. —Y, hablando de soledad, pienso que no es lo mismo estar solo que sentirse solo. ¿No tiene la sensación de que vivimos en una sociedad que castiga al que decide estar solo, pero también al que se siente solo? La soledad no casa con el consumo… —Soledad casa bien con sobriedad, con austeridad, con esencialidad. Nada grande hay en el ser humano que no haya nacido de la soledad. Pero soledad no es aislamiento, lo que puede producirse en medio de la muchedumbre. Soledad y comunión son las dos caras de la misma moneda. Si no sabemos estar solos, no sabremos, ciertamente, estar con los demás. Quienes más han contribuido a la construcción social han sido, seguramente, grandes solitarios. —Una cosa que envidio de Vogel es su vida imaginada, la que es capaz de ver, pese a la supuesta ausencia de experiencias vitales. ¿Tiene la imaginación espacio en nuestra sociedad? ¿Cuál sería su vida imaginada, la que traslada a sus libros, quizás? —Escribir es memoria más imaginación. Al escribir, hemos de recordar lo que hemos visto, oído, leído, experimentado… y recrearlo imaginariamente. No hay prosa literaria sin fantasía. Nuestra biografía no es el resultado de una serie de hechos crudos y desnudos, sino de una elaboración. Mi vida real, digámoslo así, es tan histórica como novelesca, tan fáctica como imaginada. Una novela es una exploración en el territorio de la identidad desde un ego imaginario. De modo que sí: creo que la mejor forma de conocerme es leerme. —Menciono la imaginación, pero qué decir del aburrimiento... Hay una reflexión de Vogel, casi al final del libro, que me encanta: «A decir verdad, no creo que pueda vivirse con intensidad sin la experiencia del aburrimiento». —El aburrimiento es el reverso de la iluminación. Al aburrirnos, el tiempo se hace denso: somos conscientes de su peso. Al iluminarnos, el tiempo desaparece: descubrimos la maravillosa ligereza del ser, que no es tozudo ni insoportable, sino discreto y elegante. Creo que los extremos se tocan, de modo que, para iluminarse, es preciso aburrirse. Meditar es entrar en el tiempo y darse cuenta de que su secreto es la eternidad, al igual que el secreto del cuerpo es el alma y el del silencio, la palabra. —Vogel también hace referencia al «milagro de lo banal». El problema es darse cuenta del milagro que supone estar vivo. ¿Qué podemos hacer para valorar el instante, sin buscar mayor extravagancia, para darnos cuenta de que lo pequeño es lo esencial? —No conozco mejor escuela de entrenamiento a la realidad que la meditación. Esta práctica espiritual pretende el cultivo de la atención, es decir, la capacidad de focalizarnos en un solo punto. Estar atentos, como decía mi admirada Simone Weil, es tanto como amar: amar y estar atento es exactamente lo mismo. El instante no puede convertirse en instancia si no lo atendemos. Lo extraordinario es que la atención puede aprenderse y que, en la medida en que lo hacemos, nuestra vieja personalidad se resquebraja y nace una nueva y mejor. El milagro es permanente, pero nosotros sólo lo percibimos a veces. —Para terminar, no me resisto a preguntarle: ¿qué le produce estupor?, ¿qué hace que se sienta maravillado? —Me gusta mucho vivir, pero no creo tener miedo a morir. Cuando me cruzo con mis semejantes, casi siempre me parecen interesantes y agradables, y constato que se comportan amablemente conmigo. Cuando leo un libro, asisto a una revelación: como si la palabra se abriese y me mostrara lo que no había sabido ver. De todo esto sólo puedo concluir que soy un privilegiado. Sin negar el horror ni la estupidez, que están ahí, el mundo me parece el increíble escenario del esplendor de la belleza y de la alegría que sólo da la bondad. Hay oscuridad, por supuesto, y yo también la padezco en ocasiones. Pero la luz es infinitamente más poderosa y duradera. Lo que sobre todo hay es luz. Todo lo demás es insustancial y efímero.
Nuestro mundo
«Sin negar el horror ni la estupidez, que están ahí, el mundo me parece el increíble escenario del esplendor de la belleza y de la alegría que sólo da la bondad»
El arte actual
«Hoy el arte, como todo en realidad, se cuestiona su identidad y se ha vuelto egocéntrico y autorreferencial»
La civilización de la extraversión
«Nuestra desenfrenada búsqueda de estímulos externos revela la pobreza de nuestra consistencia personal»