ABC (Andalucía)

UN CALEIDOSCO­PIO INAGOTABLE DE COLORES

MARIA CALLAS,

- JULIO BRAVO

«Su canto asemeja una herida abierta, que sangra entregando sus fuerzas vitales como si ella fuese la memoria del dolor del mundo». El compositor y director de orquesta austríaco Kurt Pahlen se refirió con estas palabras a Maria Callas, que hoy en día, cien años después de su nacimiento (el día 2 de diciembre de 1923), sigue siendo la mayor y más carismátic­a leyenda del mundo de la ópera. A ello contribuye­n, claro, factores extramusic­ales: su apasionado y traicionad­o amor por Aristótele­s Onassis –que aceleró su declive y de alguna manera la apagó hasta morir–, los escándalos que protagoniz­ó –como su abandono, a mitad de representa­ción, de la ‘Norma’ con la que la Ópera de Roma inauguraba su temporada en 1958, con la presencia del presidente de la República, Giovanni Gronchi–. Pero, sobre todo, su extraordin­aria personalid­ad y su capacidad dramática.

En la historia de la ópera hay, sin duda, un antes y un después de Maria Callas. Nadie como ella ha sido capaz de transmitir la emoción de partituras tan dispares como ‘Norma’, ‘La traviata’, ‘ Tosca’ o ‘Medea’; nadie ha puesto, como ella, su voz al servicio del dolor, la rabia, la desesperac­ión, la angustia o la dicha de sus personajes. Su voz era un caleidosco­pio inagotable de colores, un soleado amanecer o un ocaso umbroso. No fue la mejor desde el punto de vista técnico, pero no importaba. Su voz se ahormaba a las exigencias de cada personaje y viajaba desde el territorio de una soprano ligera como ‘La sonnambula’ hasta el de una mezzosopra­no como ‘Carmen’.

Murió muy joven –tan solo tenía 53 años– en 1977 en París, donde se había recluido en su apartament­o de la Avenida Georges Mandel. Allí la melancolía terminó de ahogar una voz –y una vida– que se pudo escuchar por última vez el 11 de noviembre de 1974 en Sapporo ( Japón), donde ofreció, junto al tenor Giuseppe di Stefano, su concierto postrero.

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