Colombia, realidad y promesa
FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA
«Gustavo Petro, que tras dejar atrás la guerrilla del M-19 ha desempeñado toda clase de magistraturas, incluso fue alcalde de Bogotá entre 2012 y 2015, no pasaría para los académicos optimistas de ser un reformista templado. Está rodeado, sin embargo, de personajes poco recomendables»
EN una nación como Colombia, acostumbrada a una supuesta austeridad republicana, los preparativos de la toma de posesión presidencial de Gustavo Petro Urrego han producido un sonoro debate. Se rumorea que la fiesta –allí dirían rumba– de investidura podría costar más de un millón de euros; sus partidarios recortan la cifra a la mitad. Aunque lo organicen al modo de una fiesta populista con apenas –dicen– 100.000 asistentes, semejante ostentación envía un mensaje preocupante. El peso colombiano ha sido en los últimos meses una de las monedas más devaluadas y, con Petro elegido, el riesgo del país aumentó, a pesar de los esfuerzos de restauración de la confianza realizados. Incluido el nombramiento como ministro de Economía del eminente académico José Antonio Ocampo. La pérdida de valor de la divisa nacional respecto al dólar y el euro se sitúa sobre el 20 por ciento el último semestre, debido a una combinación de factores globales y locales. Es una sincronía negativa, rara en un país cuyo manejo macroeconómico ha sido impecable y hasta anticíclico. Cuando el mundo iba mal, Colombia podía ir bien, y viceversa. Aislamiento, prudencia, profesionalidad impecable de los gestores del Banco de la República evitaron grandes auges y especulaciones. También peligros inflacionarios y aventurerismos fiscales. Todo ello puede cambiar ahora, o ha cambiado ya. No tanto por el gobierno de turno como por el impacto de la globalización y sus desafíos.
Colombia dejó de estar aislada, y pretender entenderla a partir del realismo mágico y sus fantasías seudopolíticas utópicas de caciques y oligarcas constituye un camino al desastre. En este sentido, la observación de los elementos simbólicos y mandatarios presentes (en el caso español, S.M. el Rey Felipe VI) en la toma de posesión presidencial equivaldrá a un diagnóstico de situación. Frente a las irrefrenables tendencias caudillistas de los alrededores, la solidez institucional colombiana ha mostrado las virtudes del equilibrio de poderes, independencia judicial y respeto a la economía de mercado. Resuenan, como aviso para navegantes, las palabras de Simón Bolívar en 1830: «Quien sirve a una revolución, ara en el mar». Su espada, que se conserva tras haber sido robada en 1974 por el grupo guerrillero al que perteneció Petro, el M-19, ‘presidirá’ hoy la toma de posesión. Éstas encierran una historia tan apasionante como las proclamaciones y juras de las monarquías europeas. Constituyen el rito de paso político por antonomasia, pues marcan tanto un primer escenario de las negociaciones, como un programa poselectoral.
Terminado el tiempo de las promesas, se supone, vendrá el de las realizaciones. La transición entre administraciones presidenciales puede distar mucho de una cordial bienvenida. En 2002, los narcoterroristas comunistas de las FARC lanzaron 14 proyectiles contra el recinto del Congreso, asesinaron a 17 personas y dejaron 67 heridos. Todo ello ocurrió tres minutos después de que el electo presidente Álvaro Uribe pronunciara su discurso de investidura. Hace justo veinte años, Colombia comenzó un periodo determinado por su doble mandato, volcado en la recuperación del orden y la seguridad democrática. Uribe representó, más allá de las múltiples caricaturas que se hicieron y siguen haciendo de él, un nacionalismo popular de origen antioqueño, ajeno a la tradición del centralismo bogotano y el sistema de partidos regido desde la capital. Tras el golpe representado por el narcoterrorismo y los ‘años de plomo’ de Pablo Escobar, en Medellín sabían que las políticas transaccionales, incapaces de garantizar el Estado de derecho, conducían al Estado fallido. Quizá no es tan casual el pobre resultado de Petro (24,03 por ciento de votos en primera vuelta, apenas un tercio en la segunda) en la segunda ciudad de Colombia, emporio de riqueza y poder.
Tras Uribe, vino el doble mandato del liberal Juan Manuel Santos, que fue su ministro de Defensa. En justa alternativa, nunca mejor dicho, representó lo contrario a su predecesor y expresó otra potente vertiente política colombiana, la de una tecnocracia de tintes jacobinos, muy capaz pero muy despistada, señalaron eminentes analistas, alejada de las regiones y falta de pulso local. Hay mucha Colombia fuera de Bogotá. El insólito ‘despiste’ constituido por la derrota gubernamental en 2016, en el plebiscito del llamado ‘proceso de paz’ de La Habana, con sectores de la fragmentada guerrilla fariana, determinó la necesidad de una gestión de crisis que remontara el ‘parón en los planes’. Lo peor del último lustro de esperanzas baldías ha sido la escasa reducción de las hectáreas sembradas de matas de coca (143.000 hectáreas en 2020, un 7 por cinto menos, según la ONU), compatible además con un aumento del 8 por ciento en la producción de cocaína, «por la mejora de la productividad y las tecnologías».
La extensión por las fronteras del país de las siniestras milicias del clan del Golfo (de México), en perfecta coordinación con sus agentes, sicarios, abogados y banqueros, en Venezuela, México, España y el resto de Europa, es el resultado de este nuevo auge de la coca y su estela delincuencial. Otro dato terrible de las últimas semanas con el que se encuentra Petro es el llamado ‘plan pistola’, la guerra renovada de estos narcos ‘venidos de fuera’ y asentados tranquilamente durante el ‘proceso de paz’, contra el Estado colombiano. Decenas de policías y militares han sido asesinados por sus sicarios. Como bien sabemos en España, tras un uniforme siempre hay un símbolo. El escudo colombiano porta el lema «libertad y orden». Sin este no puede existir la primera.
La tradición política, que ha unido libertad y orden en Colombia, se ha plasmado en constituciones de larga vigencia. Entre 1886 y 1991 rigió la misma, caso insólito regional y hasta global. La actual supone una síntesis modernizadora de múltiples influencias y ha acompañado las poderosas tendencias reformistas de la sociedad colombiana, sin que los aventurerismos revolucionarios hayan causado catástrofes tan evidentes como la de Venezuela. Los analistas del país, llamados ‘colombianistas’, se dividen en este momento entre quienes presumen que la tradición de estabilidad institucional colombiana está asegurada y quienes temen, por el contrario, una deriva radical. Petro, que tras dejar atrás la guerrilla del M-19 ha desempeñado toda clase de magistraturas, incluso fue alcalde de Bogotá entre 2012 y 2015, no pasaría para estos académicos optimistas de ser un reformista templado. Está rodeado, sin embargo, de personajes poco recomendables, incluida una ‘nomenklatura’ de independentistas catalanes que lo tienen convencido de que en el ‘Estado español’ tenemos un ‘problema de opresión’ con ‘el pueblo catalán’. Los pesimistas temen, en cambio, que haya un desbordamiento de las expectativas (prometer en campaña sale gratis y Petro ha prometido mucho) y las brechas incalificables, de pobreza, acceso a la salud y la educación, derecho a la vida y seguridad personal, esta última tan demandada en las veredas perdidas de los departamentos colombianos, no logren cerrarse. Solo podemos desear lo mejor, pues España y Colombia no solo son naciones hermanas. También son interdependientes.