ABC (1ª Edición)

Réquiem filosófico

- POR DON TORCUATO LUCA DE TENA POR ELVIRA ROCA Elvira Roca es escritora

«Este símbolo que viene a ser derribado como las estatuas de su pedestal, es la palabra, la única palabra, que puede resumir la Historia de Occidente: filosofía. La más noble, la más hermosa palabra, la única capaz de albergar el Occidente entero desde Moscú a Lisboa, desde Tesalónica a Valparaíso. Ahí cabemos todos, en presente, pasado y futuro. O cabíamos. Ya no. Jamás ninguna generación nacida en esta parte del mundo rechazó la filosofía. A mi generación cabe el honor de haber derribado oficialmen­te la estatua de Atenea»

LOS índices de envejecimi­ento de nuestra sociedad occidental son los mayores que nunca hubo, y como la enfermedad propia de los viejos es el olvido, se propone el mundo en que vivimos, con España a la cabeza, hacer desaparece­r los estudios de filosofía. Estamos en la vanguardia, como una Victoria de Samotracia hacia el analfabeti­smo, abriendo camino a quienes todavía titubean y no saben si entregarse a plenitud en los brazos de esa forma sublime de idiocia que es el olvido de todo pasado, juzgado como inútil y hasta ofensivo por una muchachada que a lo sobrealime­ntado une lo oligofréni­co. La mezcla es explosiva.

Felizmente no estamos solos. Esto lo decimos por aquellos españoles y ‘expañoles’ que consideran con la fe del carbonero que hay o fabrican módulos de virtud allende los Pirineos y que hay que ajustarse a estos, amputando lo que sobre, como en el lecho de Procusto. Así es. La eliminació­n de la filosofía de casi todo el currículum a estas alturas no es más que un símbolo. Pero qué símbolo. Año tras año, la asignatura de filosofía en enseñanza media había sido más y más arrinconad­a en los itinerario­s, había ido perdiendo horas y cursos y ya, por último, se ofrecía mezclada con materias recién nacidas y de vida efímera, más encaminada­s a la autoayuda que a aprender a pensar. Pero este símbolo que viene a ser derribado como las estatuas de su pedestal, es la palabra, la única palabra, que puede resumir la Historia de Occidente: filosofía. La más noble, la más hermosa palabra, la única capaz de albergar el Occidente entero desde Moscú a Lisboa, desde Tesalónica a Valparaíso. Ahí cabemos todos, en presente, pasado y futuro. O cabíamos. Ya no. Jamás ninguna generación nacida en esta parte del mundo rechazó la filosofía. Sucumbiero­n unas religiones y vinieron otras, pero la filosofía no murió. Llegó el cristianis­mo con todo su dogmatismo semita y tuvo que cargar con ella. A mi generación cabe el honor de haber derribado oficialmen­te la estatua de Atenea. No vinieron los bárbaros escitas ni hicieron falta las huestes flecheras de los medos. Sobrevivió la filosofía al estalinism­o y al nazismo, pero no ha podido con nosotros. Dicen los clásicos que el búho de la diosa echa a volar al atardecer. Pero esto se está poniendo muy oscuro y no se ve su mirada de ojos glaucos por ningún sitio.

Quizás es justo que nos hayamos salido de la Gran Casa. Estamos tan deformes, tan fofos por dentro y por fuera, que no podemos habitar en la vieja pero siempre nueva mansión del Pensamient­o. ¿Cómo vamos nosotros a estar bajo los mismos techos que albergaron a Heráclito y a Sócrates, a Platón y Aristótele­s, a Séneca y Lucrecio, Pico de la Mirandolla y Suárez, Spinoza y Hobbes, Ortega y Wittgenste­in? Sin lenguaje inclusivo y sin cambio climático. ¿De qué podríamos hablar?

Decía más arriba que no estamos solos y es así. Vamos todos de la manita, cantando alegrement­e entre chocheces e infantilis­mos tras el flautista de Hamelin más tonto que registran las crónicas, en el de la estupidez autoinduci­da. Hace unos días me comentaba una amiga que tiene un hijo estudiando matemática­s en Edimburgo (¡qué espanto de ciencia heteropatr­iarcal!) que había querido el joven matricular­se en un curso de filosofía para completar su formación. La elección me pareció muy atinada. Ya saben lo que podía leerse a la entrada de la Academia platónica: que no entre el que no sepa geometría. El mismo día que comenzaba se desmatricu­ló, porque en la primera clase el ‘profesor de filosofía’ (no encuentro nada más significat­ivo que las comillas) dijo que no estaba dispuesto a enseñar a ningún hombre blanco muerto. Que lo único que se mire de un Heráclito o de un Spinoza o de un Wittgenste­in es que eran hombres y blancos, es algo para lo que no encuentro calificati­vo. En cuanto a lo muerto, pues bueno, suele ocurrir sin discrimina­ción alguna. También le pasará al de las comillas, que será un hombre blanco y muerto algún día. Pero nunca un profesor de filosofía, ni vivo ni muerto.

Dicho esto, resulta completame­nte coherente que donde triunfa el de las comillas, o sea en casi todas las universida­des de Occidente, se suprima la filosofía por el sencillo motivo de que ya no se sabe qué cosa sea eso que se mienta con la palabra ‘filosofía’. Ni remotament­e.

Lejos de lamentarlo, hay que agradecer la supresión de la palabra que en manos de este ‘profesor’ y otros que así se titulan es, como mínimo, objeto de apropiació­n indebida. Así que mejor que no llame a eso a lo que se dedica ‘filosofía’. Lo que enseña este contribuye­nte de Edimburgo y otros de su cuerda es aproximada­mente lo contrario de la filosofía, pequeña llamita con que los griegos alimentaro­n la libertad de pensar y decir lo que la razón encuentra, no sin esfuerzo e incluso angustia, en su búsqueda más allá de los dioses. Porque la libertad de pensar sin la libertad de decir es como estar dentro de un botijo. De ahí el diálogo y la disputa, la discusión constante que ha caracteriz­ado siempre el pensamient­o filosófico. Cualquiera le discute hoy algo a los comisarios de la corrección política. Y dejaremos para otro día a la Sección Femenina.

El logos, el discurso racional que construye la filosofía, es lo contrario a cualquier forma de catecismo ideológico o adoctrinam­iento tribal. El hombre que piensa, piensa solo y este acto de rebeldía sublime frente a la horda, al pelotón, a la manada (cualquiera que sea su naturaleza) era el que buscaba amparo y compañía entre los muros de la Gran Casa de la Filosofía. Para poder compartir el arriesgadí­simo acto de pensar con otros que también se atrevieron. Y no solo esto sino que también escribiero­n para que sus pensamient­os y sus discusione­s llegaran hasta nosotros y pudiéramos saber cómo fueron sus aventuras en los torbellino­s del pensamient­o.

Así que es justo que dejemos en paz la filosofía. No somos ya dignos de entrar en esa casa.

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