PROTESTAS DE LESA DEMOCRACIA
Dentro de tres días, las urnas clausurarán una campaña electoral absolutamente irregular. No es natural que un candidato, en este caso el del PSOE, cambie de tono y mensaje a mitad de camino; no lo es que varios ministros salgan en televisión declarando que sus vidas están en peligro; no se comprende que se use el Consejo de Ministros para influir en el voto de una contienda de carácter regional; y suma y sigue.
En ocasiones, la disputa ha adquirido rasgos peligrosos. Lo pone de relieve lo ocurrido la semana pasada entre Vox y Unidas Podemos en la Cadena Ser. Pablo Iglesias acudió al debate con la evidente intención de romperlo antes de haberlo iniciado: no cabe interpretar de otra manera la exigencia, lanzada a quemarropa, de que Vox se retractara de ciertas manifestaciones sobre esos cartuchos que han estado paseándose, indetectados, por las oficinas de Correos. Monasterio, la candidata de Vox, reaccionó con una brutalidad deliberada. Pudo decir que condenaba enérgicamente toda clase de violencia, sin excluir aquella de que su partido ha sido víctima en Vallecas y que la izquierda no parece haber encontrado especialmente abominable. En lugar de eso, prefirió decirle a Iglesias que se largara del plató y, a ser posible, fuera de España. Iglesias lio el petate y, tras unos minutos de desconcierto, hicieron lo propio Gabilondo y Mónica García. La campaña había tocado a su fin, en la acepción convencional de la palabra.
Sobre el papel, han triunfado a la vez Vox y Unidas Podemos. Pero la realidad es más complicada. Tras la debacle, se han dibujado dos polos, con Vox en un extremo, y la izquierda en el otro. Cuando desaparecen los tonos intermedios, todo se vuelve blanco y negro. Vox es blanco y la izquierda negra, o viceversa. Ello aleja a Ayuso de la refriega y atenúa sus no infrecuentes salidas de tono. No sé si era esa la intención de Monasterio, pero es lo que ha ocurrido. Pésimo para la izquierda, por motivos obvios. No concluye aquí el asunto. Lo del cordón sanitario en torno a Vox habría podido resultar más convincente en un contexto de conciliación nacional. Imaginemos a un PSOE sinceramente inclinado a buscar una amplia base de consenso, el que precisamente conmina Bruselas. Ese PSOE hipotético podría haber instado a una coordinación de los demócratas fetén para frenar el extremismo de derechas. Pero el PSOE ha pactado con Bildu y Unidas Podemos, y en ningún momento ha vacilado en insultar al PP, incluso a través del BOE. Sus protestas de lesa democracia son por tanto teatro puro, por decirlo suavemente.
La cosa, en fin, no pinta bien, ni para el Gobierno, ni para los españoles. Digo lo último, porque se me antoja un tanto sandio pensar que todo irá como una seda si Sánchez cae en el corto plazo. Cualquier solución digna de tal nombre pasa por una reconstrucción conjunta del PSOE y del PP, es decir, de la democracia. O, si prefieren, por un cambio de rumbo radical de la política española. No quiero terminar esta columna sin confesarles lo que más me ha fascinado de esta lamentable campaña. Se refiere a las formas, más reveladoras todavía que el contenido. Al ver a Reyes Maroto, al ver a Yolanda Díaz ocultándose el rostro entre las manos, al considerar el tono suplicante, agobiado, con que se suele despachar la secretaria de Estado de turno en radio o televisión, no he podido por menos de pensar en ‘We are the Children of the World’ (‘somos los niños del mundo’), una melopea parroquial de mucho curso hace unos decenios. Decía una de las líneas de la melopea: «Todo lo que necesitamos es amor». Pero aquí ‘amor’ significa ‘votos’: votos como una reparación a la que está obligada la sociedad por la existencia de ese mal absoluto que es la derecha. Verdaderamente, este país ha perdido el oremus.