PAN DE MUERTO
El pan de muerto es parte de las celebraciones del Día de los muertos en México y otros países centroamericanos. Hace unos años la madre de una estudiante guatemalteca me regaló un trozo para que lo probara. Tiene un sabor, como a flores húmedas, al menos eso pensé en el momento. Cuando lo comes imaginas que consumes cuerpos ajenos para llenarte de su energía y su pasado. Es un acto no solo “caníbal”, sino vampiresco.
Pronto serán épocas festivas e imagino a mi padre haciendo un “siete potencias”, que según él revive hasta a los muertos. Hay una fascinación por conservar el presente en estas recetas. No imagino a un jibarito puertorriqueño preparando un sopón de muertos o un bizcocho con huesos de santos.
Es una lástima que en nuestro repertorio de ritos no hay ninguno que satirice a la muerte y no me refiero a “candelitas”, como en el cuento de Belaval. Nos falta una Catrina con rostro de calavera desfilando en vestimenta fina para recordarnos que, al final, la muerte no es tan igualadora. Este es un mito, que como en el “Sueño del pongo”, la justicia se queda en sueño, y, los sueños, sueños son.
Tras la muerte se quedan los nombres, los apellidos y las herencias. Solo habría que pensar en las monarquías o en las familias de políticos, que igual heredan posiciones. Necesitamos crear nuestro propio pan de muerto, parte francés, parte sobao, o tal vez de agua, con formas de lenguas, orejas, manos y ojos para recordar cuánto poder nos falta por consumir.
Este día de muertos pienso comer al menos una dona que represente a los que por años nos han limitado y minimizado. Ya comenzó el periodo electoral en estas tierras y no hay ingrediente o pócima que nos reanime. Los estudiantes o colegas no se atreven a manifestarse, ni a favor ni en contra.
Estos últimos han pesado en nuestros espíritus. Es un panorama sombrío; faltará mucho maquillaje y varios disfraces para reencontrarnos con el “yo” del espejo.