Orar sin desanimarse
Lc 18,1-8
La oración es uno de los misterios más grandes de la realidad humana, porque todas las personas rezan y todos los pueblos tienen sus rituales para entrar en contacto con Dios.
Son muchas las definiciones de oración, pero seguramente una de las más profundas y comprometedoras es esta: rezar es conversar con Dios. Aparentemente sencilla, que hasta los niños la repiten, pero oculta una infinidad de desafíos.
Conversar con una persona es dialogar, cosa que exige hablar y escuchar, entender los símbolos y mantener el
espíritu abierto y desarmado. Entre nosotros, seres humanos, esto ya no es fácil, y tratándose de Dios, es más arduo todavía.
Sin embargo, Jesús nos dejó su ejemplo personal, pues pasaba largos ratos orando en silencio y soledad. También los apóstoles le hicieron la efervescente súplica: “Señor, enséñanos a orar” y en respuesta, él les enseñó el Padrenuestro.
El Evangelio de hoy es una parábola en la cual Jesús muestra que es necesario orar sin desanimarse: una viuda va al juez inicuo, y le fastidia tanto pidiendo justicia, que el juez le atiende, aunque fuera para librarse de su impertinencia.
Entonces, si hasta el ser humano, delante de la insistencia del otro, muchas veces termina cediendo, más hará el Señor, no como quien cede delante de una presión, sino como Padre amoroso que regala salud, alegría y prosperidad a sus hijos queridos.
Orar es un misterio, pues hemos de preguntarnos: ¿cómo puede el Dios eterno y omnipotente conversar con una criatura tan caprichosa como el ser humano? ¿Acaso tenemos algo que decir al Señor de cielo y tierra, que todo lo sabe?
Sea como fuera, Dios quiere que recemos más y que recemos mejor, que nos empeñemos en conversar con Él, que tengamos más tiempo para pasar juntos, con un sincero interés de comunicarle nuestras cosas y de escucharlo, y practicar sus orientaciones.
En fin, únicamente en este contacto afectivo y constante con nuestro Criador y Redentor lograremos dar sentido para la vida y sacar provecho de nuestros dolores y decepciones.
Cuando el encuentro con Dios es verdadero, cambiamos de vida y vamos dejando las vanidades, el afán de la codicia y nos hacemos más disponibles y humildes.
Ojo: quien reza, pero no mejora sus actitudes, no está rezando bien.
Orar sin cesar es orar sin perder la confianza, sin esgrimir el famoso argumento: “Rezo, rezo y Dios no me escucha ...”, pues uno no debe rezar, en primer lugar, para “sentirse bien”, sino para alabar al Señor y aprender a ser más solidario.
Paz y bien. hnojoemar@gmail.com