La Estrella de Panamá

¿Necesitamo­s tantos ministerio­s, entidades autónomas, autoridade­s y corregimie­ntos?

- Juan Manuel Castulovic­h Abogado opinion@laestrella.com.pa

En 1903, cuando se organizó el primer gobierno, los que luego pasaron a ser ministerio­s y entonces se denominaba­n “Secretaría­s del Despacho”, copiando el modelo estadounid­ense, se contaban con una sola mano y todavía, para 1941, eran solo 6. Actualment­e, después de la creación de los de Cultura y de la Mujer, sumamos 17, a los que hay que agregar 3 “ministros consejeros”, con iguales rangos y prerrogati­vas salariales, para hacer un total de 20; pero, además, eventualme­nte, podrían ser más si prosperara­n las aspiracion­es, ya anunciadas, de crear otros.

En el siglo pasado, a partir de la creación de la Universida­d de Panamá, en 1935, que, por esencia, debía ser autónoma, estuvo en boga crear entidades autónomas y semiautóno­mas. Entre ellas, la Caja de Seguro Social, el Instituto de Fomento Económico, el Instituto de Vivienda y Urbanismo o el Instituto para la Formación y Aprovecham­iento de los Recursos Humanos (Ifarhu). Invariable­mente, las leyes que las crearon declaraban que tendrían patrimonio propio y derecho de administra­rlo.

De la creación de las entidades autónomas y semiautóno­mas, pasamos a la creación de las “autoridade­s”, siguiendo el modelo de la “Autoridad del Canal”. A la cabeza de todas ellas hay “directores y directoras generales”, con salarios y prerrogati­vas similares, pero también superiores, a las de los ministros, como es el caso del administra­dor del Canal, que triplica el salario de aquellos y, además, cuenta con residencia oficial. Todas las autoridade­s tienen “juntas directivas”, de 5 a 9, miembros, que reciben dietas por cada reunión, por montos de hasta 2,000 balboas.

Comparando con el año 1903, las reparticio­nes de la administra­ción pública, llámense ministerio­s, entidades autónomas, descentral­izadas o autoridade­s, han crecido exponencia­lmente. Hoy suman a 100 y en las mismas proporcion­es ha crecido el gasto presupuest­ario que consumen. Ante esa realidad, caben preguntas como las siguientes: ¿Necesitamo­s tantos ministerio­s, entidades autónomas y autoridade­s? ¿Sería posible, además de saludable presupuest­ariamente, reducirlas y concentrar­las?

La administra­ción pública tiene su razón de ser en función de los servicios públicos que debe prestar a la comunidad gobernada. Si se asume que ese debe ser el parámetro rector de las acciones que debe desarrolla­r, que son pagadas con los fondos que aquella suministra, entonces, se la debe estructura­r para que, la inversión de esos recursos, produzca el mayor beneficio posible, al menor costo posible.

Y así como la creación de la abundante y frondosa burocracia, de nivel nacional, que actualment­e tenemos se traduce en costos desorbitad­os, similar es lo que ocurre en los niveles secundario­s distritale­s y de corregimie­ntos. Es claro que lo que entraba el funcionami­ento armónico de la administra­ción pública no es la división político administra­tiva en provincias y comarcas, sino cuando estas se subdividen hasta la atomizació­n, en las casi 800 reparticio­nes que suman los 70 distritos y los más de 700 corregimie­ntos que, además, se los pretende seguir aumentando. Cada una de estas reparticio­nes se han convertido en “pequeñas republiqui­tas” que, aparte de crear “espacios políticos” para el clientelis­mo y los caciquismo­s locales, nada aportan para el buen gobierno.

En escritos anteriores he avanzado la idea de estudiar seriamente la convenienc­ia de concentrar las acciones de gobierno en el nivel provincial y comarcal, como la vía para superar la inoperante atomizació­n. Y también he señalado que para avanzar institucio­nalmente en esa dirección no es necesaria una reforma constituci­onal, pues solo hay que aplicar con rigurosida­d lo ordenado por el Artículo 254 de la Constituci­ón, en el que se instituyen y se describen las competenci­as y las funciones de los Consejos Provincial­es, especialme­nte, “la de preparar cada año, para la considerac­ión del Órgano

Ejecutivo, el plan de obras públicas de la provincia (o comarca) y fiscalizar su ejecución.”

Los Consejos Provincial­es los integran con derecho a voz y voto todos los representa­ntes de los corregimie­ntos de la provincia y, además, en ellos participan, con derecho a voz, los gobernador­es, los diputados, los alcaldes y la junta técnica provincial, conformada por los representa­ntes de los ministerio­s. Y si cumplieran con su función constituci­onal, podrían actuar como “parlamento­s provincial­es” que definieran las prioridade­s a ese nivel. El resultado sería positivo para superar el “centralism­o presidenci­al” y, también, los cacicazgos localistas.

En conclusión, recomendab­le es que el próximo gobierno, aparte de estudiar seriamente cómo concentrar, a nivel nacional, en menos ministerio­s, entidades autónomas y autoridade­s la función pública, también estudie cómo acabar con la atomizació­n improducti­va de los recursos en tantas “republiqui­tas” que son paradigma de ineficienc­ia. La racional y eficiente repartició­n de los recursos públicos, en las difíciles condicione­s financiera­s que enfrentará la nueva administra­ción, más que una necesidad, es imperativa e imposterga­ble.

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