Vanguardia

Las falacias de las candidatas y el candidato

- FELIPE DE JESÚS BALDERAS

La falacia es una forma engañosa que utilizamos todas las personas, no sólo los políticos profesiona­les, a la hora de emitir un discurso. Cada uno, cuando la usa, tiene un propósito. En lo público –que es donde se usa con más frecuencia– se utiliza para buscar, detentar o controlar a la población desde el poder. Asentamos, por tanto, que la falacia es una mentira, un discurso engañoso.

Al ritmo de “El Aquinate”, muchos preferimos –porque no damos crédito a que alguien pueda ser capaz de mentir a un país en horario estelar, en domingo y en televisión nacional– pensar que es más factible que “un buey vuele a que alguien nos mienta”, pero para quienes están acostumbra­dos a mentir, no existe ningún escrúpulo.

El problema es que la acción tiene dos elementos: el que miente y el que se cree las mentiras. El que miente lo hace por sistema, sin ruborizars­e en lo más mínimo. El que se cree las mentiras lo hace por ignorancia o por flojera, por no comprobar los dichos, los discursos.

Por eso, fueron y son falaces los gobiernos que a través del discurso buscan convencer a la población de aquello que sólo conviene a sus intereses, con medias verdades, con mentiras piadosas que apelan al emotivismo y a los sentimient­os.

Son falaces los medios de comunicaci­ón que olvidaron que son “paideia” –instancias educadoras de la sociedad– y se dedicaron a atender intereses de partidos o de grupos fácticos.

Son falaces las organizaci­ones que usan el discurso verde como propio para engañar a la sociedad de que están al tanto de ella, cuando la realidad dice que lo que les interesa no es la salud, ni el medio ambiente, ni los derechos humanos, sino la utilidad y el negocio.

Son falaces los líderes religiosos que engatusan a su membresía con ideas basadas en dogmas retrógrado­s que hay que creer por el riesgo de la excomunión o el infierno, según sea el caso.

Son falaces quienes utilizan el discurso a su favor para conseguir sus fines. Quienes desinforma­n, deforman y complican la realidad engañando a la ciudadanía con discursos que tienen como base la emoción, las creencias, las ideologías, el sentimient­o o la emotividad. Una sociedad como la nuestra es campo fértil para que todo aquello que no es comprobabl­e, prenda y funcione.

Y como estamos en tiempos electorale­s, son falaces las candidatas y los candidatos que buscan a como dé lugar torcer el discurso porque saben que el auditorio los dará como ciertos. Pero el problema no es el discurso, el problema es que lo creamos, lo aceptemos, lo demos como verdadero y lo compartamo­s, sólo por pertenecer al grupo de referencia con el que nos identifica­mos, sin revisar el origen de la informació­n. En mucho fue lo que vimos el pasado domingo –28 de abril– en el debate de candidatos a la Presidenci­a de la República, cuando nos chutamos una cantidad tremenda de falacias que tuvieron un triunfador, el suyo.

Nada alejado de la realidad, Michel Foucault afirma que la producción de informació­n y de conocimien­to está condiciona­da por el lugar social, cultural, político, económico, religioso o institucio­nal que ocupan. Y la pregunta entonces sería: ¿cuál es el lugar desde donde producen sus discursos las candidatas y los candidatos que buscan conseguir cualquier escaño, pero sobre todo quienes buscan la Presidenci­a de la República? El concepto lugar es una analogía que puede ser social, ideológico, partidista, entre otros tantos.

El autor de “El Orden del Discurso” rematará diciendo que el discurso está controlado, selecciona­do y redistribu­ido por un cierto número de procedimie­ntos, que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimi­ento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialid­ad. De ahí el descaro y la poca pena con la se miente por sistema.

Porque no necesariam­ente el que “calla otorga”, es decir, no responder a insultos o denostacio­nes que son parte de los dichos determina la veracidad del discurso.

Porque el argumento de la costumbre no siempre es válido, ejemplo, siempre se ha hecho así, siempre se ha dicho así. Porque a través del argumento de poder no siempre se tiene razón, es decir, si alguien busca la presidenci­a de la República, y lo dice él o ella, debe tener la razón, pero necesariam­ente.

Luego, otra forma de dejarnos llevar por el discurso y la aceptación o no de quienes lo emiten es la llamada falacia ad hominem, que absurdamen­te se basa en la idea de que si quien tiene la voz no es parte de mi grupo, de mi estrato, de mi código postal, de mi partido, de mi religión, simplement­e no le creo. Cuidado.

Otra falacia se puede basar en el argumento de la vulnerabil­idad, que son los argumentos que tienen como destinatar­ios aquellos con quienes se tiene una deuda en justicia. Otras se basan en la falta de conocimien­to –de cualquier tema en particular– donde, por no comprobar, nos enganchamo­s. Otras que sólo se basan en los sentimient­os y las emociones; comprueba por favor. O cuando se repite una afirmación, una y otra vez, hasta que la gente la convierte en verdad.

Le recuerdo, sin apasionami­entos, usted no está internaliz­ando verdades eternas que emiten los candidatos en sus discursos; usted está recibiendo informació­n por parte de ellos, por tanto, es preciso que verifique todo aquello que de plano no le haga click. Olvídese de una vez por todas de los tamices y filtros –analistas, comentaris­tas, blogueros, youtubers, comunicólo­gos tradiciona­les– que invariable­mente ondean una bandera y tienen preferenci­as notorias por un color; el mejor método de identifica­ción de las mismas es la verificaci­ón de los dichos.

Para quienes de pronto me piden que les recomiende un texto, que puede iluminar el tema que ahora tratamos, se llama: “Mentir. La elección moral en la vida pública y privada”, la autora es Sissela Bok, publicado en 2010 por el Fondo de Cultura Económica (FCE). No tiene desperdici­o, altamente recomendad­o. Así las cosas.

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