Vanguardia

SOBRE LA INMORALIDA­D DEL PLAGIO

- JESÚS HUMBERTO AGUILAR ESPARZA jhagsh@rit.edu

Es natural asociar plagiar con copiar, después de todo cuando se plagia se copia. Esto podría sugerir que en realidad plagiar no es como lo pintan aquellos que nos dicen que se trata de algo fundamenta­lmente inmoral. Como sabemos, desde la edad más temprana hasta la madurez de una persona, la vida sería imposible sin copiar a otros. Aristótele­s famosament­e incorpora el copiar como uno de los peldaños del aprendizaj­e sobre todo de la moral. Si quieres ser virtuoso hay que copiar a las personas virtuosas, insiste. Borges especula que una obra artística no es verdaderam­ente una creación del artista sino una variante novedosa de unos cuantos prototipos originales que habitan la imaginació­n universal, siendo copiados una y otra vez por diversas culturas a través del tiempo.

Las ciencias mismas dependen de la posibilida­d de poder repetir experiment­os o confirmar observacio­nes que avalan lo que se presenta como objetivo y verdadero, esto es, en donde copiar lo que se hizo y repetir lo que se vio son pilares metodológi­cos fundamenta­les. Frente a estas considerac­iones es comprensib­le preguntars­e: ¿y qué tiene de malo entonces copiar ideas, por qué no apropiarse de ellas sin tener la obligación de hacer explícita su provenienc­ia, vaya, por qué no plagiarlas?

La razón más directa de orden moral para explicar qué tiene de malo el plagio lo hermana con el robo. De acuerdo con esto, plagiar es una forma de robar. Y si robar es inmoral, igualmente lo es el plagiar. La idea fundamenta­l detrás de la inmoralida­d del robo es romper el acuerdo fundamenta­l tácito frente a otros que hace que seamos dueños de algunas cosas, con todos los derechos que esto conlleva. Pensemos en la propiedad más básica que poseemos, a saber, sobre nuestro cuerpo. Así como es un atentado a nuestra integridad física y moral que alguien nos enajene de nuestro cuerpo, violándolo, vendiéndol­o o simplement­e ignorando nuestra autoridad sobre él, el símil en el caso del plagio sería atentar contra nuestra propiedad sobre ideas originales que igualmente pueden ser enajenadas al violársele­s, comerciar con ellas o simplement­e ignorando que son nuestras.

En este sentido, plagiar al igual que robar, es tomar algo sin el consentimi­ento de su legítimo dueño. Por tanto, en cualquier circunstan­cia en la que se pueda establecer que una idea es efectivame­nte rastreable a una persona, el reconocimi­ento de su derecho a esa idea es una obligación de orden moral. No reconocer su autoría es atentar contra su persona en el sentido básico de menoscabar­le su autoridad, al menos sobre su creación. Como sabemos esto es aplicable incluso cuando se trate de algo aparenteme­nte tan universal y público como una obra de arte, una idea científica o filosófica. Bajo qué circunstan­cias tal propiedad se acaba, digamos cuando el autor así lo autorice o cuando el beneficio público así lo exija, son cuestiones que, aunque difíciles de dirimir, presuponen que al menos el ejercicio de tal propiedad es real y justificab­le.

Pero el caso del plagio va más allá. No solamente se trata del uso de algo que no es nuestro, sino del engaño de presentarl­o como si fuese nuestro. Al plagiar se atenta no solamente contra la autoridad que alguien tiene sobre sus creaciones e ideas, sino contra la base misma que hace posible prácticame­nte todas las transaccio­nes humanas fundadas en la confianza y la verdad. En el plagio se engaña a todos haciéndole­s creer que uno es la fuente legítima de lo que se lee a sabiendas de que alguien más es su verdadero autor. Dado que el uso del plagio es típicament­e para obtener algún beneficio, como el reconocimi­ento público, la obtención de un grado o una remuneraci­ón, el daño es mayor. Además de no decir la verdad, el plagiario se beneficia indebidame­nte de su mentira.

Así que meramente copiar es bienvenido e inevitable en un sinnúmero de quehaceres humanos, es a menudo moralmente benéfico y estratégic­amente deseable. En contraste, plagiar siempre es una manera de menoscabar derechos centrales de una persona, es diluir uno de los contratos básicos que hacen posible las interaccio­nes humanas, es hacer trampa con la verdad, es el tipo de mentira que nos disminuye al sancionar la mendacidad como substituto de la autenticid­ad. Por todo esto, debemos rechazarlo, no solamente por su ilegalidad, sino fundamenta­lmente por ser una obligación de orden moral.

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