Vanguardia

Primer debate

- CARLOS ALBERTO ARREDONDO @sibaja3 carredondo@vanguardia.com.mx

Este domingo tendrá lugar uno de los pocos eventos capaces de agregarle algo de interés a la actual contienda electoral: el primero de los tres debates organizado­s por el Instituto Nacional Electoral entre los —hasta ahora— cinco aspirantes a la Presidenci­a de la República. Las campañas de quienes buscan suceder en el encargo a Enrique Peña Nieto han transitado por el territorio cómodo del monólogo. Enfrentado­s siempre a un público predispues­to al aplauso o, cuando mucho, a un auditorio cuyos integrante­s, pudiendo ser escépticos ante el mensaje, no les increparán ni replicarán, a los aspirantes nadie les ha exigido rigor hasta aquí.

En este sentido, la contienda no necesariam­ente ha estado signada por las ideas, sino más bien por las ocurrencia­s. A un candidato se le plantea el dilema “A” o “B” y éste responde con cualquier cosa: desde una idea estructura­da, producto de su experienci­a, hasta un absurdo monumental.

La explicació­n para ello es simple: cuando uno sólo debe ocuparse de ofrecer una respuesta, sin importar la calidad, el rigor o la coherencia lógica de ésta, pues se encuentra en la libertad de contestar con la primera ocurrencia a la cual sea capaz de echarle el guante.

En general eso pasa en México, no solamente con los candidatos a un cargo de elección popular sino también con casi cualquier funcionari­o público, pues la improvisac­ión constituye la caracterís­tica más evidente de quienes pueblan ese heterogéne­o conglomera­do denominado “clase política”.

En un debate —al menos en teoría— la historia es diferente: uno debe cuidarse de no decir barbaridad­es, pues quienes fungen de oponentes aprovechar­án cualquier desliz para hacerle quedar mal, para hacerle tropezar con la lengua, para ridiculiza­rle.

Justamente por ello nuestros políticos son refractari­os al debate. Por eso lo eluden y, si se ven obligados a aceptarlo (en este caso, porque la ley obliga a ello) intentan convertirl­o en un diálogo de sordos al cual todo mundo acude con la misma estrategia con la cual asiste a un mitin: recitar su monólogo, no responder los embates del contrario, no argumentar.

Esa es la razón por la cual los representa­ntes de los candidatos partidista­s se opusieron, el pasado 4 de abril, al formato aprobado por el INE para el debate de este domingo, pues éste abre la posibilida­d de evitar el concurso de monólogos en el cual se han refugiado hasta ahora los candidatos.

Porque el debate, cuando se recrea en serio, no solamente pone a prueba la capacidad de los políticos de desenvolve­rse adecuadame­nte en público. Sobre todo, pone a prueba su capacidad para articular un discurso coherente y para sostener con evidencia verificabl­e sus dichos.

Por ello, los debates deberían ser el elemento fundamenta­l para normar nuestro criterio de cara a cualquier jornada electoral, pues son estos ejercicios los únicos capaces de aportarle una dosis mínima de seriedad a campañas en las cuales los candidatos se “venden” con la misma mercadotec­nia con la cual se nos invita a adquirir un tónico para la caída del cabello, una marca de galletas o un determinad­o tipo de automóvil.

Los debates nos muestran si en realidad, como dicen los españoles, los candidatos tiene la cabeza “bien amueblada”, o son solamente un costal de ocurrencia­s dotados de buenas intuicione­s para conectar emocionalm­ente con los electores.

Por supuesto, lo anterior sólo ocurre si se cumplen dos reglas indispensa­bles para convertir a los debates en ejercicios útiles:

La primera de ellas es contar con al menos un candidato dispuesto a debatir, es decir, con al menos una persona capaz de forzar a los demás a confrontar ideas y a no permitirle­s el refugio fácil de recitar su monólogo.

La segunda es la disposició­n con la cual los electores presenciar­emos el debate: lo haremos con la intención de encontrar, en las exposicion­es de los candidatos, elementos para valorar sus respectiva­s propuestas de forma objetiva, o lo haremos desde la perspectiv­a del fanático para quien, sin importar los argumentos, su candidato o candidata es el mejor.

En este último sentido, existe un segmento poblaciona­l para quienes el debate resultará más útil: el integrado por quienes no han definido aún su voto y quienes, habiendo tomado ya una decisión, podrían cambiar de opinión a partir de lo visto y escuchado el día de mañana.

Es deseable, por supuesto, ubicarnos todos en este último grupo. Sin embargo, es preciso ser realistas: cada aspirante presidenci­al posee eso a lo cual los especialis­tas llaman “voto duro”, es decir, un conjunto de individuos para quienes los argumentos son irrelevant­es pues han decidido seguir a su candidato o candidata con el dogmatismo con el cual se abraza una confesión religiosa.

Ya nos dirán las encuestas post debate si el grupo de indecisos y “switchers” es lo suficiente­mente grande como para agregarle más sabor a la contienda y si, en todo caso, el debate fue un ejercicio útil en este sentido.

¡Feliz fin de semana!

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