LA AYUDA NUNCA SOBRA; AUNQUE PAREZCA QUE Sí
Las brigadas de apoyo en el sismo que azotó la Ciudad de México trabajaron sin casi tomar respiro; pero con orden y con los sentimientos a flor de piel
Los que organizan nos recuerdan, una y otra vez, que hay que descansar, que no nos desgastemos de pie, que seamos pacientes; somos muchos. Nos llaman, la brigada 14 se levanta ansiosa, nos acomodamos los guantes y los lentes, hacemos ejercicios de estiramiento pero aún falta mucho; nos acomodan junto a una pared y nos piden que pasemos a comer. La parrilla de la esquina de Heriberto Farías tiene desde el martes sirviendo alimento las 24 horas, me acerco y tomo un platillo; al final tienen razón, de nada sirven las ganas si la energía no la tienes. Todos estamos llenos de impaciencia, también de miedo (hemos imaginado el escenario, sólo imaginado); queremos ayudar.
Luego de varios filtros, de una pequeña capacitación y de la vacuna por fin estamos listos. Hacemos fila y se escuchan gritos solicitando carpinteros, luego herreros, electricistas, de nuevo carpinteros; nunca me sentí tan inútil como esos minutos en los que solo miraba al cielo o a mis compañeros y compañeras. La brigada se fue dispersando, la fila de mujeres que meten botes avanza con más rapidez, el tiempo igual; en unos instantes ya avanzamos por la calle y vemos pasar restos de muros, electrodomésticos, pedazos de la vida de alguien; somos obreros con un único pago: amor. No hay nada ahí más que gente que ama, pedazos de tie- Coordinación. rra, personas, edificios, ciudades; todos amamos algo y estamos ahí como muestra de ello. Nadie cuestiona si alguno o alguna se cansa y se va, aplaudimos y damos palmadas al hombro porque sabemos que los límites son necesarios, no estamos para ser otra víctima.
Es sábado por la noche, o más bien, madrugada del domingo y estoy por cumplir no sé cuántas horas aquí. Llegué frente al derrumbe y a mi lado ahora tengo a un marino, frente a mí a Guerrero; no sé su nombre ni él el mío, somos los que han quedado de la brigada 14. Él me dice Norte y hace rato mientras todo quedó en oscuridad total y nos replegaron, nos comprometimos a no salir de ahí hasta que el cuerpo lo exija; ambos llegamos de otros estados para ayudar y no queremos perder el tiempo. No sé cuántos botes con escombro han pasado por mis brazos pero hay uno que me hace temblar las piernas cuando lo recibo; miro en su interior: algunos juguetes y lo que yo pienso que es sangre (y no quiero pensar, pero pienso, pienso y escucho alguna voz desconocida de un niño o de una niña y en su risa), todo hecho pedazos, todo en segundos. Lo paso y comienzo a llorar, siento que se me caen los brazos, que no puedo sostenerme, pero no es verdad, sigo de pie y no sé cuántos botes más cargo y entrego porque tengo la mirada perdida entre el suelo lleno de tierra. Siento una mano en mi brazo izquierdo y es Guerrero, también llora, somos más, no sé si 15 o 20 los que ya teníamos horas ahí, en ese espacio, nadie se conoce pero comenzamos a abrazarnos aprovechando que el andar del escombro se detiene.
SON ESCOMBROS Y SON PARTES DE UNA VIDA No creí jamás ver eso: no sólo son escombros, son partes de la vida de alguien, objetos que evocan una rutina, cosas que nos dicen que el calor de un cuerpo las tocó; lo que sacábamos no eran sólo escombros, eran recuerdos y alegrías. Pensaba en mi familia, en mis amigos a mil kilómetros, en mis ex vecinos de la Narvarte, en la gente que he conocido y que quiero de la Ciudad de México, pensaba en todas estas caras cubiertas de tierra y lágrimas que probablemente nunca volvería a ver. Me niego a esa noche olvidar.
Esa madrugada, más tarde, entre incertidumbre y ambulancias fuimos desalojados. Había cierto aire de alegría pues sabíamos que había gente con vida pero también enojo porque queríamos hacer más. Tomé café con otros desconocidos y cuando salimos supe que la última brigada que había entrado era la 54, treinta más después de la nuestra. Caminé con otras personas escuchando historias del 85, la gente en sus coches se detenía para permitirnos el paso y nos daban mensajes de aliento y entre nosotros nos poníamos de acuerdo para el día siguiente. Esperaba el amanecer cuando comenzó a caer la lluvia. Dormí unas horas en un albergue a algunas calles de allí con gente que lo había perdido todo, con otros que como yo estábamos intentando ayudar. Cuando desperté me enteré que habían rescatado cuatro personas con vida de los escombros en los que había pasado la noche; lloré de nuevo en soledad, me sentí humano otra vez, llamé a mi madre y le dije que la quería, que estaba bien y que aún había personas con vida. “Abraza a tus amigos de mi parte”, me respondió. Lo estoy haciendo mamá, aunque no nos conocemos nos abrazamos y caminamos juntos. Por la tarde volví con menos miedo, con más fortaleza y me senté en la banqueta a esperar paciente mi turno.
A ustedes, que desde el martes siguen ahí, a los que se sumaron y a los que no pudieron más les dejo toda mi fuerza. Nunca sobra, aunque parezca que sí.
LUIS BERNAL Saltillo Coahuila | 1984. Autor del libro de cuentos ‘La casa púrpura’ (Ed. Atemporia, 2013) y la novela ‘Por este cielo jamás dejan de circular aviones’ (Ed. Atemporia, 2017). Sus relatos aparecen en ‘República de los lobos’ (Algaida, 2015), antología de narrativa mexicana publicada en España. Ha colaborado para las publicaciones: Espacio 4, Periódico Vanguardia, Revista Clarimonda, Revista Escooltura, Café + Cigarros, Punkroutine y Erizo. Hincha de Tigres y la música norteña.