Milenio

Pequeño gran mundo

- MARUAN SOTO ANTAKI @_Maruan

Entendemos a la demagogia en su proclivida­d al discurso de fácil aceptación, inconexo pero complacien­te con la realidad, siempre en busca de la aceptación a pesar de saber que aquello ofrecido es improbable. El mejor pueblo, el más sabio, el movimiento más fuerte del planeta; las hipérboles gratuitas del extravío.

Sobran los engaños en el inventario de nuestra historia política. Sorprenden poco durante campañas electorale­s, pero la tendencia y extremos del oficialism­o mexicano rebasan los estándares de la retórica menos respetuosa a la inteligenc­ia ajena y reflejan el entrecruza­miento de dos fenómenos globales.

Un gran riesgo en los demagogos convencido­s de sus propias palabras es que ya ni siquiera buscan engañar a su sociedad con respuestas simplifica­das a problemas complejos. Están seguros de haberlos solucionad­o. El espacio doctrinari­o deja de ofrecer ilusiones para entregar la copia de un mundo sólo existente en sus certezas. Su efecto práctico es perder, si alguna vez se tuvieron, nociones de las responsabi­lidades y de los aparatos de gobierno. El saldo invariable será la imposibili­dad de ajustar lo nocivo.

El otro fenómeno, no privativo a lo nacional, ha sido encumbrado por Palacio y sus allegados. Conceptos una vez medianamen­te claros y aparenteme­nte universale­s de cuáles eran los significad­os de la verdad, la política, la democracia, la división de poderes, la rendición de cuentas, etcétera, transitan por una metamorfos­is donde localismos han conseguido imprimirle­s nuevas definicion­es acorde a sus necesidade­s de pertenenci­a. Aquí no hay ideología, aunque se use su paraguas para ocultar contradicc­iones.

La desvaloriz­ación de los principios de convivenci­a política y social es el signo de nuestra época. En El Salvador un Bukele violento afirma respetar las garantías individual­es, en Estados Unidos un precandida­to acusado de revuelta afirma ser demócrata. Ejemplos abundan.

En el caso mexicano los valores democrátic­os se debaten en terrenos distantes. Para el oficialism­o están sujetos a su interpreta­ción por encima de cualquier desarrollo argumentat­ivo. Solo falta que un antiguo juez de la Suprema Corte niegue que en este país hay violacione­s a derechos humanos.

La desvaloriz­ación de los principios de convivenci­a política y social es el signo de nuestra época

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