Luto. Tavernier, el humanista del cine europeo, ha partido
El creador francés, estudioso del género norteamericano y crítico de saber enciclopédico, fue director de obras maestras como ‘La vida y nada más’, ‘La carnaza’ y ‘La muerte en directo’
El Instituto Lumière, que dirigía, anunció el deceso del cineasta
En la introducción a 50 años de cine norteamericano (Akal), que el propio Bertrand Tavernier firmaba con Jean-Pierre Coursodon, escribía el primero que aspiraba a hablar de cine desde la trinchera contraria de la crítica normativa y reductora. Quería hacerlo desde «el entusiasmo», como afirmaba que había escrito (nada menos que) Víctor Hugo de (nada menos que) William Shakespeare. «Disfruto como un bruto porque, en este siglo, ese ejemplo de brutalidad resulta un buen ejemplo».
Tavernier vivía (antes que solo hablar, escribir o dirigir) de cine, con el cine, por el cine y hasta contra el cine. Pocos directores han estado como él tan pendientes del lenguaje al que abrió los ojos de la mano de Jean-Pierre Melville (para el que trabajó como agente de prensa) desde un convencimiento tan cabal como ético. «Cada artista e intelectual», dijo en una ocasión, «tiene la responsabilidad moral de ser fiel a sus personajes, a su arte y a la verdad». Y añadió que esto se lo había inculcado su padre escritor, René Tavernier, un hombre comprometido con la Resistencia y, por tanto, con la dignidad.
Y así fue siempre hasta ayer que murió a la edad de 79 años en Saint-Maxime, en la Provenza, según anunció el Instituto Lumière, que dirigía. Aunque se le asocia de manera mecánica con la Nouvelle Vague, su aproximación al que acabó por ser su oficio siempre fue desde un humanismo convencido y, en efecto, resistente. Y profundamente heterodoxo. Cuesta trabajo encontrar una constante en su filmografía porque lo quiso todo. Y todo lo pudo.
Entrevistarle, de hecho, no era fácil. En su hablar enérgico y su permanente gesto malhumorado las referencias cinéfilas más que simplemente surgir se tropezaban entre ellas. Y siempre desde el hombre, desde la casi religiosa compresión y acercamiento al ser humano. La presentación en San Sebastián en 2013 de Crónicas diplomáticas se convirtió de repente en una masterclass sobre la comedia clásica de EU del mismo modo que Las películas de mi vida (2016) se aproxima al más brillante testamento que soñara nadie. Contaba el cine que vio y, de repente, era la vida la que se contaba a sí misma; era el cine que se transmutaba en tiempo.
Recorrer su filmografía se antoja algo así como repasar la historia del propio ser humano desde el cine. Y al revés. En los años 70 sienta las bases de su afán por no admitir definición alguna. El relojero de SaintPaul, Que empiece la fiesta y El juez y el asesino son sus tres primeros logros en los que el retrato de época se pone al servicio del estudio de los personajes a la vez que el drama judicial se atreve a fundar una antropología desde los cimientos.
Los años 80 arrancan en su frenética productividad con dos obras mayores. Incluso tres. Una semana de vacaciones, 1280 almas, sobre la novela Jim Thompson, y, por encima de todo y todas, La muerte en directo insisten en doblar la muñeca a cuanto clasificador normativo y reductor se acerque. En la segunda mitad de esos mismos 80, Tavernier tocó el clasicismo al que todo autor de época aspira. En Un domingo en
el campo rindió homenaje a Jean Renoir y en la pautada improvisación alrededor del cineasta que mejor retrató la vida mientras pasa, él mismo se retrató a sí mismo con una meticulosidad de entomólogo. Alrededor de la medianoche es la reconstrucción de un cuento de Cortázar. Y así hasta tocar el cielo con el título más bello que ha dado el cine reciente: La vida y nada más es el escenario de la gran comedia humana en plena Gran Guerra.
El diario La Croix, con el que colaboraba, avanzó la noticia de su fallecimiento sin precisar la razón. Probablemente murió por la misma razón que vivió: por puro amor al cine, por responsabilidad moral incluso con la vida. Por eso, o por simple entusiasmo.