Sin luz y sin dinero para alumbrarnos
Estamos pagando el precio de haber sido, durante décadas enteras, un país cerrado a la inversión privada en el sector energético. Ese rechazo se apuntaló siempre en un bravío discurso nacionalista y se nutrió de la leyenda de la expropiación petrolera, un suceso histórico irreversible de necesidad que sirvió, a su vez, de supremo pretexto para atajar cualquier embestida en contra de nuestra “soberanía”. Quien insinuara siquiera que a Pemex se le pudiere aparecer por ahí un competidor —de dentro o de fuera— era punto menos que un traidor a la patria y, en esa infamante condición, un sujeto sin futuro alguno en el ámbito de la política. Estamos hablando de la avasalladora preeminencia de la rancia demagogia priista y, en los hechos, de una lapidaria sentencia, de una condena: la gran corporación petrolera de “todos los mexicanos” fue, casi desde sus orígenes, una guarida de saqueadores, un botín de politicastros, una caja chica al servicio de gobiernos desentendidos del cobro eficiente de impuestos, un nido de corruptelas, una agencia de colocaciones para los rentistas del régimen y una empresa improductiva justamente por no servir los intereses de inversores —pequeños y grandes—, sino los provechos de la casta en el poder. En México hemos padecido crónicamente de un gran mal, a saber, la perniciosa ficción de que las cosas no las tenemos que hacer como todos los demás, sino a nuestra muy exclusiva manera, como si los problemas habituales —o sea, los de todos los países— no fueran los mismos aquí, sino algo muy diferente, algo muy propio de nosotros, algo indisolublemente ligado a nuestra excepcional y única idiosincrasia. De tal manera, jamás admitimos que las cosas puedan funcionar de otra forma —después de todo, Estados Unidos se ha convertido en el primer productor de petróleo del mundo, más allá de que haya apostado también por las energías renovables, y es, miren ustedes, la nación a la que emigran millones de mexicanos en busca de una vida mejor (con todo y que Exxon Mobil, Chevron y ConocoPhillips no son empresas petrolíferas paraestatales, sino de sus accionistas)— y, por el contrario, seguimos tozudamente en lo mismo. Ah, y ahora vamos a desandar lo poco que habíamos avanzado en el camino de la modernización. ¡Uf!
Jamás admitimos que las cosas puedan funcionar de otra forma