La autoridad de las víctimas
El 15 de octubre de 2016, dos guardias civiles que estaban con sus parejas en un bar de Alsasua fueron agredidos por una pandilla: unas 25 personas asaltaron a los policías, los sacaron a golpes del local, entre insultos y amenazas de muerte, y continuaron golpeándolos en la calle con una brutalidad que los jueces han considerado especialmente grave. Son los jirones de ETA, lo que queda después de casi 50 años de terrorismo, cientos de jóvenes, adultos también, acostumbrados a medrar al amparo de las pistolas, hechos a la violencia tumultuaria, anónima.
Ocho de los agresores, identificados, han sido condenados por lesiones, atentado contra agentes de la autoridad, desórdenes públicos y amenazas. La semana pasada, conocida la sentencia de última instancia, publicaron sus padres una carta de denuncia que resulta muy instructiva. Significativamente, no niegan que sus hijos hayan hecho lo que hicieron, con un eufemismo cobarde, muy en el estilo de ETA, se refieren al “incidente del bar”. Y con la misma gramática borrosa denuncian sin otra precisión que “la dinámica político-judicial ha ido cuestionando
Derechos Humanos fundamentales”, y se quejan de “este castigo a unos jóvenes, sus familias y su pueblo” –la clave, por supuesto, está en esa interpolación de lo individual en lo colectivo, que sirve para justificarlo todo. Si los castigan a ellos, castigan al pueblo (y la venganza está a la vuelta de la esquina). En lo sustantivo, la carta dice que a los pandilleros “les están negando… el derecho a poder disfrutar de la juerga, baile, la sexualidad compartida”.
La violencia de los retoños de ETA no es producto de la pobreza ni de la marginalidad. Al contrario: como ha dicho Mikel Iriondo, es un rupturismo confortable, fruto de la sobreprotección, la condescendencia y el bienestar. Desde siempre, Valle-Inclán lo retrató con trazos inolvidables, apalear policías es cosa de señoritos –prepotentes e irresponsables. En el caso de los nacionalistas vascos tiene una coloración particular, porque los matones se siguen presentando como víctimas: como si el franquismo no lo hubiesen padecido igual los madrileños y los andaluces, como si no estuviesen garantizados hoy todos sus derechos civiles y políticos, como si no hubiesen gobernado en la Comunidad Autónoma del País Vasco durante los últimos 40 años.
El resultado es monstruoso: militantes de ocasión que se sienten autorizados a todo, porque son víctimas, y que se atreven a todo, porque se saben amparados por el poder –y por sus padres que defienden su derecho a la juerga (que incluye golpear policías).
La indignidad del nacionalismo étnico no tiene nada de particular. Pero no puedo evitar pensar en eso cuando veo la festiva agresividad con que los militantes, los partidarios del gobierno hablan de luchar, de continuar la lucha, como si fuesen la parte más débil, y así juntar el poder con la autoridad moral de las víctimas. Estamos muy lejos todavía del pantano moral del nacionalismo vasco, pero conviene tenerlo presente, para cuidar un poco la dignidad que requiere el ejercicio del poder.
Conviene tener presente el nacionalismo vasco, para cuidar un poco la dignidad