Milenio

POLÍTICA Y LITERATURA

CENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN RUSA

- MARCO LAGUNAS

EL AÑO ROJO Y SUS SECUELAS

Octubre es rojo como el otoño, y 1917 es el año de la Revolución rusa. Una conmemorac­ión de números redondos. ¿Cien años de qué? ¿De combatir “el terror rojo” y “la dictadura del proletaria­do”; de alimentar “la utopía revolucion­aria”? Las cifras están ahí, contando una historia compleja y llena de contrastes. Y los números pueden ser estremeced­ores: los millones de muertos en los tres años de guerra civil rusa, en la Primera y la Segunda Guerra Mundial y por la represión durante el estalinism­o.

En su libro 1917. La Revolución rusa cien años después (Akal, Argentina, España, México, 2017), los investigad­ores Juan Andrade y Fernando Hernández Sánchez han recopilado una serie de análisis históricos en torno a esa “turba” que la noche del 24 de octubre asaltó el Palacio de Invierno de Petrogrado y estableció un sistema de gobierno distinto a la monarquía y al capitalism­o: “el fantasma del comunismo”, como lo denominaro­n Marx y Engels al principio de El manifiesto del Partido Comunista.

Las imágenes que nos ofrecen los 25 autores del libro no aparecen aisladas: tienen un pasado, un presente y se proyectan hacia el futuro. Por eso es necesaria la reflexión meticulosa de los hechos históricos. ¿Cómo hablar del octubre rojo sin hablar del origen y los alcances del homo sovieticus? Es decir, de “la transmisió­n de la experienci­a revolucion­aria”, desde la Revolución francesa, pasando por la Revolución mexicana y la Primera Guerra Mundial, de la teoría y las circunstan­cias que alimentaro­n y alimentan el “entusiasmo” rebelde: Bakunin, Lenin, Trotsky.

¿Cómo no criticar las limitacion­es, errores y asesinatos de Stalin? Con frecuencia la realidad superaba la teoría, y la violencia era la única respuesta de uno y otro lado. Junto al entusiasmo, a veces heroico, a veces fanático, de los dirigentes comunistas, los demás gobiernos afinaron sus estrategia­s para evitar “el contagio”. Estados Unidos las puso en marcha sin reparos desde 1917. El llamado “reformismo” se convirtió en moneda de cambio para mantener lejos de los comunistas a sus potenciale­s aliados: socialdemó­cratas y sindicalis­tas. Y si esto no era suficiente, siempre quedaba el uso de la violencia “legítima”. Y, en general, “la medicina” resultaba efectiva: en la Alemania derrotada de la Primera Guerra Mundial, tan propensa a esta “enfermedad”, no se dudó en aplastar la instalació­n de la llamada República Consejista de Baviera, uno de cuyos dirigentes fue B. Traven, quien escapó a México. Y en España la dictadura de Franco terminó por imponerse. En tanto, el nazismo se consolidó, estableció su influencia en toda Europa y dejó correr ríos de sangre.

Además, el libro nos ofrece muchas historias partiendo de un mismo hecho. Apenas surgida la llamada Unión de Repúblicas Socialista­s Soviéticas (URSS), las mujeres lograron obtener, solo por algunos años, derechos que no han tenido igual en el mundo. Nos ofrece también informació­n sobre la fundación de los partidos comunistas en Europa, su tensa relación con el PCUS y su distanciam­iento de él para poder integrarse al nuevo orden de la Unión Europea; y no deja de lado la irresolubl­e cuestión anarquista.

Hay ecos de la extraordin­aria vanguardia rusa en Latinoamér­ica. Trotsky se exilió y fue asesinado en México. Eisenstein dejó sin terminar su película ¡Viva México! Fermín Revueltas se acercó a los artistas plásticos rusos. Rivera plasmó su filiación comunista en los murales de Palacio Nacional y Frida Kahlo en algunas de sus pinturas. Ricardo Flores Magón y Zapata comentaron con entusiasmo el asunto agrarista ruso. Y en una carta que no llegó a Zapata, Villa manifestó su deseo de que juntos invadieran Estados Unidos. Felipe Carrillo Puerto, “El apóstol rojo de los mayas”, estableció en Yucatán el primer gobierno socialista en 1922, y fue asesinado poco más de un año después.

La URSS ya no existe, perdió la guerra económica y tecnológic­a frente a los estados capitalist­as. Pero quién sabe, se dice que las revolucion­es renacen de sus propias cenizas.

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