QUE NO, QUE NO
No escribió la ni es europeo, pero posee una información asombrosa. Fusilándose algo que siempre digo acerca de mi nacimiento, dice que nació en París, y que la cigüeña recibió instrucciones de llevarlo a Nueva York, pero el pajarraco se apendejó y lo llevó a Unión Hidalgo, Oaxaca; dice que no protestó porque no se dio cuenta del cambio de destino, pues sus mamilas estaban llenas de champaña. Ya se resignó a ser en vez de
Virgilio se jacta de no haber terminado la secundaria, y a la menor provocación —o aun sin ella— dice a sus amigos: “Yo no tengo maestrías y doctorados como ustedes, pero gano diez veces más dinero; además, ¿quién de ustedes tiene una biblioteca como la mía? En efecto, posee alrededor de 5 mil libros de la mejor calidad: novelas, libros de cuento, ensayos, biografías y poesía, mucha poesía; pareciera que la selección la hubiese hecho un verdadero experto en literatura. Y lo extraordinario es que lee como desaforado y cada día se hace de nuevos volúmenes yendo de librería en librería, de feria del libro en feria de libro, guiado por el consejo de sus amigos escritores o por las recomendaciones de los medios. En sus estantes están Kafka, Borges, Dostoiewsky, Cervantes, Shakespeare; Musil, Becket; Cortázar, Vargas Llosa y una galería impresionante de escritores de los cinco continentes. Asiste, cuando puede, a conferencias, a presentaciones editoriales, a talleres literarios y a cursos de redacción. Da envidia.
Este hombre, alto, moreno, casi lampiño, viste ropas de las mejores marcas, y se define como operador político. Y sí, debido a su cercanía con los personajes poderosos de la izquierda mexicana (lo que eso signifique) promueve la candidatura de diputados y presidentes municipales de su tierra, Oaxaca: he visto cómo lo buscan una vez y otra también rogándole su apoyo, y él les consigue, de los partidos políticos o sabe Dios de dónde, millonadas de pesos para sus campañas, que casi siempre ganan.
He visto, en su departamento de la colonia Doctores, desfilar una cantidad desmesurada de aspirantes a aquellos puestos, y una vez atestigüé cómo en sendas maletas tenía más de 2 millones de pesos, y cómo repartía dinero, por varios miles, a los solicitantes. Le dije: “Oye, cabrón, ¿no crees que es muy peligroso tener tanto dinero aquí? ¿Qué tal si te asaltan?” “Antes los mato”, respondió mostrándome una pistola pavorosa.
Esas importantes cantidades las traslada de Oaxaca a la Ciudad de México en sus camionetas. Le dije: “¿Por qué no lo depositas en un banco y lo recoges aquí? Así evitarías los peligros del camino; ¿qué tal si te asaltan?” “Mira, Nacho”, me dijo, “lo traslado así para que no quede huella; si lo llevo al banco el dinero queda registrado, y se trata de que no se sepa nada de él: que no quede huella, que no, que no”. Y se puso a bailar, como si estuviese escuchando la canción que contiene ese estribillo.
Virgilio es de lo más generoso: cuando se entera de que alguien —conocido o no— necesita donación de sangre, es el primero en apuntarse. Calcula que ha donado más de 30 litros. Mantiene a sus padres, a la hija de su primera esposa, a la actual, a su hermano…, y no se detiene para auxiliar al pariente que lo necesita: a muchos de ellos les ha regalado automóviles; les consigue empleos; él mismo cambia de auto a cada rato, pero sostiene siempre una preciosa camioneta que, le digo, más bien parece avión. Y es espléndido con sus amigos: cuando sus ocupaciones políticas le permiten estar en Ciudad de México (viaja con frecuencia a Oaxaca, y a Tepic, donde vive su mujer) nos convoca y nos lleva a comer al Hórreo o a la Ópera y nos da vida de reyes. Y dinero. Muchas veces me obsequia algo de lana luego de la comelitona y los tragos inacabables y, demás, me lleva a mi casa lejanísima. ¡Cómo no lo voy a querer!
A propósito de ese dicho que la porra de los Pumas de la UNAM ha convertido en cántico, una vez, en el estadio, preguntó a su amigo Enrique: “¿No te gustaría sentarte donde se sienta la esposa del presidente del Club?” “Cómo no”, contestó aquél, ingenuo, “desde ahí se ha de ver a toda madre el futbol”. “Pues siéntate”, dijo Virgilio muerto de risa, “en la entrepierna del presidente de los Pumas”.
Otra vez me secuestró junto con un par de amigos y llegamos a Garibaldi. De repente se levantó de la mesa, en el Tenampa, y cuando me di cuenta estaba con dos jóvenes rubios, hombre y mujer, de indudable apariencia extranjera. La charla parecía de lo más animada: gesticulaban, reían… Y eso me sorprendió, porque Virgilio no sabe inglés ni ningún otro idioma que no sea el zapoteco. Y la pareja era holandesa y no hablaba español. Milagros de la farra. Me acerqué a platicar con ellos en inglés, y traduje para Virgilio y para ellos. Al rato, aquél les regaló sarapes, llamó al mariachi y les dedicó canciones. Y los hizo bailar —lo juro— “Mariachi Loco”: los demás parroquianos se arremolinaron para ver de cerca el espectáculo. Y los güeritos holandeses baile y baile.
Virgilio me ha presentado gente de lo más increíble, desde samaritanos hasta terribles asesinos (él mismo dice que una vez mató a alguien, pero no le creo, porque es más bueno que una Tecate en el desierto). Eso sí, tiene un sentido del humor espléndido: se burla de quienes viajan por carretera, y presume de tener un avión que él mismo conduce. “¿Entonces por qué siempre llegas tarde?”, lo increpan, y responde: “Es que manejo despacito porque apenas estoy aprendiendo”.
A mí me sorprende particularmente porque en medio de su desmadre permanente no deja de trabajar, y es capaz de disquisiciones profundas en torno a Dios, a la vida, al amor, a la muerte, a la felicidad y su contraparte… Podría seguir contando anécdotas de este singular personaje y amigo mío entrañable, pero hay cosas que es preferible omitir simple y sencillamente para que no quede huella. M