Roberta Garza Roberto Blancarte,
Se cumplieron dos años de los trágicos acontecimientos de Iguala y las cosas están en su punto de partida. Han sido dos años de caminar en círculo o a través de una espiral descendente, donde los padres de los 43 normalistas no encuentran verdad ni consuelo, ni las autoridades encuentran eco a su verdad histórica.
Ayotzinapa es uno de esos acontecimientos que nadie imaginó ni dimensionó el impacto estructural que tendría sobre todo un gobierno y el país entero.
La vida pública oficial celebraba la aprobación del mayor paquete de reformas estructurales en un cuarto de siglo.
La opinión pública internacional celebraba que México, al fin, se encaminaba hacia la modernidad económica plena.
La inseguridad y el combate a la delincuencia ya no era la narrativa del gobierno ni de buena parte de la opinión pública.
Ese día, los medios reportaron un enfrentamiento en Iguala entre policías municipales y un grupo de jóvenes. Se reportaba un muerto, algunos heridos y varios desaparecidos.
Parecía una nota más del México rojo y no lo que realmente fue: el destape del México negro, el de la caja de Pandora que contenía casi 100 mil ejecutados, 22 mil desparecidos, 300 mil desplazados por la violencia y toda la cauda de corrupción, impunidad e indolencia que la había alimentado durante casi una década.
Ayotzinapa puso sobre la mesa los temas centrales que una verdadera agenda de reformas estructurales debería abarcar: la corrupción, la impunidad, la seguridad ciudadana, la procuración de justicia y la crisis de derechos humanos que impiden al país despegar, crecer y ser plenamente democrático.
“Fue el Estado”. Así reza la lápida que se puso en el Zócalo, en el basurero de Cocula, en los movimientos de protesta y en las conciencias de muchas mexicanas y mexicanos.
Para algunos es una expresión injusta y falsa. Para otros, la mayoría, es una conclusión verídica.
¿Qué clase de Estado? El estado de descomposición social y política que vive el país desde hace una década por lo menos.
El estado de corrupción que se ha asentado en varias regiones del país, donde cárteles y autoridades caminan de la mano, y no se sabe bien a bien quién infiltró a quién: si los delincuentes a la policía o ésta a aquéllos. El estado social de indolencia e inercia que adormeció durante varios años la visión sobre los alcances de la violencia: mientras no me afecte a mí o a mi familia, no es importante, no pasa nada.
El Estado de la partidocracia, que busca el consenso de las élites políticas, pero no la satisfacción de la ciudadanía sin representación formal.
El Estado federal atípico, que convirtió la libertad y la soberanía formales de las entidades federativas en cotos y feudos reales de opacidad, impunidad y corrupción. El Estado fallido, que ha sido incapaz de garantizar el estado de derecho en varias regiones del país, perdiendo el monopolio de la violencia legítima frente a grupos locales de poder.
Todas estas formas irregulares de Estado fueron las responsables de Ayotzinapa.
Si el 2 de octubre de 1968 abrió el camino a la democracia mexicana, y el 1 de enero de 1994 se expresó el México olvidado de los indígenas, el 26 de septiembre de 2014 debe servirnos para cimentar el México de los derechos humanos que no somos y que aún no tenemos. M