EL VIAJE DE MOHAMED, EL VIAJE DE MILES
MÁS DE MEDIO MILLÓN DE PERSONAS HAN LLEGADO EN LAS ÚLTIMAS SEMANAS A EUROPA EN LA PEOR CRISIS MIGRATORIA DESDE EL FIN DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, SEGÚN LOS EXPERTOS; ÉSTA ES LA HISTORIA DE UN JOVEN IRAQUÍ LLEGADO A BRUSELAS Y LA DE OTROS QUE ESPERAN CRU
Que tire la primera piedra quien nunca haya tenido manchas de emigración ensuciándole el árbol genealógico…”, escribió José Saramago unos años antes de morir. Mohamed necesita con desesperación un cigarrillo. El joven, que mata el tiempo recostado debajo de un cobertizo del barrio de negocios de Bruselas, vuelve a cubrirse de pies a cabeza con las tres capas de cobertores que lo protegen de la lluvia y el frío como a un capullo. Sin que note mi presencia, lo observo desde el otro lado de la calle.
Es casi la hora en la que hombres y mujeres de portafolios de piel, gabardinas y paraguas se disponen a abandonar sus oficinas. Pronto, las calles donde pasará la noche quedarán vacías; aquí, entre las sombras, será imposible conseguir un cigarro para calmar la ansiedad. La soledad será el único acompañante de esa figura envuelta en mantas; aún así, para él este lugar resulta más seguro que su ciudad natal en Iraq.
Vine a este barrio de rascacielos de cristal en busca de los miles de refugiados que, como Mohamed, han llegado en las últimas semanas a Europa con necesidad de asilo. Sin embargo, a las seis de la tarde, todos los solicitantes de refugio que llenaron la oficina federal de migración durante el día —más de cuatro mil 500 tan sólo en agosto—, llegados principalmente del norte de África y de Medio Oriente, han desaparecido misteriosamente de este lugar.
A esta hora, las instalaciones del Fedasil, la oficina encargada de tramitar los permisos de estancia en Bélgica, ha cerrado, los voluntarios de las ONG se han ido y las cámaras de televisión de la prensa nacional e internacional se han apagado tras retratar el llamado “drama migratorio”.
Unos metros antes de llegar al acceso principal de esa oficina perteneciente al Ministerio del Interior y extrañamente ubicada en el edificio del World Trade Center, miré al capullo hecho de mantas sin que notara mi presencia ni yo conociera hasta entonces su rostro, su origen, su nombre y su larga travesía para llegar hasta aquí y mucho menos la desesperación que tenía por fumarse un cigarrillo.
Mientras veía a lo lejos cómo el muchacho trataba de evitar que el agua que escurría de la marquesina a la banqueta se filtrara a sus piernas, un hombre de traje gris, gabardina y portafolio negro se detuvo frente él. En sus manos llevaba una caja blanca con manchas de aceite carmesí. De inmediato, el chico asomó la cabeza como rompiendo la envoltura
HASTA EL INICIO DEL VERANO, 500 MIL REFUGIADOS HABÍAN PODIDO VIAJAR A EUROPA
que él mismo había hecho con los cobertores y tomó la caja de pizza que el hombre le extendió en medio de la lluvia que no cesaba de caer. Mohamed pareció olvidar por un momento las ganas casi enfermizas de fumar.
Aquella húmeda tarde en que me presenté, habían pasado poco más de 24 horas desde que el joven iraquí había llegado a pie a esta capital europea sin otra posesión más que la ropa que llevaba puesta, una mochila con un cambio de ropa y un celular. La razón de su viaje, me explicó luego de acceder a contarme su historia, era porque en su natal Mosul es imposible vivir sin miedo a ser asesinado en cualquier momento.
Hace poco, este chico vio morir frente a él a dos policías. “En Mosul no hay autoridad —narró mientras calmaba sus ansias echando humo y me convidaba de su cena—. Hombres enmascarados matan a la policía en cuanto aparecen. Está muy mal la situación”.
Mosul, en efecto, es una ciudad que desde junio de 2014 fue tomada por el llamado Ejército Islámico (EI), quienes se apoderaron de las armas de las fuerzas iraquíes. Desde entonces, los bancos de la urbe situada al norte de Irak, a unos 400 kilómetros de Bagdad, han sido saqueados y apenas en solo dos semanas de agosto pasado mataron a más de dos mil personas, entre ellos, como me dijo el chico de ojos azules, a policías.
Los primeros días de agosto, el presidente del comité de seguridad de la provincia de Nínive, a la que pertenece Mosul, advirtió sobre la llegada a las puertas de la localidad del Ejército de Iraq. A través de panfletos que tiraron desde aviones, se advirtió a la población que se alejara de Mosul debido a la ofensiva que se gestaría contra el grupo terrorista. Mohamed, como miles, huyo junto con su familia.
A sus 17 años, con la incertidumbre a cuestas, el chico de piel curtida por el sol y cabello castaño, aceptó ser el miembro de su familia que tomara la opción más arriesgada y larga de refugio con la intención de pedir después una reunificación con el resto de su familia, un proceso que al ser menor de edad se le permite realizar en varios países de Europa.
Junto a sus padres y hermanos, cruzó a Turquía para posteriormente desplazarse hasta las costas del mar Egeo, la porción del Mediterráneo que comparten Grecia y Turquía. Una vez ahí, Mohamed contactó —tal como me narraron dos turcos radicados desde hace años en Bruselas unos días atrás— a uno de los miembros de las organizaciones de tráfico de personas que cruzan en lancha a Grecia y que ponen en contacto a los inmigrantes con otros contrabandistas para llevarlos por diferentes rutas hasta, literalmente, cualquier país que deseen de Europa a cambio de una suma considerable de dinero.
Aunque Mohamed no me dijo esa tarde cuánto pagó por ser traído hasta Bruselas a través de Macedonia, Serbia, Hungría, Austria y Alemania, entre la comunidad turca que entrevisté pude conocer que actualmente las familias llegan a pagar hasta 10 mil euros (unos 187 mil pesos) por un viaje incierto, que puede terminar trágicamente en el mar, y en el que están expuestos a ser asaltados por delincuentes en países como Serbia o ser detenidos y fichados por policías como la húngara.
“La mayoría no son gente pobre”, me dijo Elizabeth Collett, directora del Instituto Europeo para la Política Migratoria, durante una conversación que tuvimos en esta ciudad al tratar de comprender el fenómeno. “Son gente con recursos que ve en la migración una forma de sobrevivir a la situación que enfrentan países como Iraq o Siria. Los que están en las peores condiciones son quienes no tienen dinero para pagar a un traficante y tienen que quedarse en su país”.
Mohamed es uno de las más de 340 mil personas que, según la oficina para los refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR) sí han podido viajar a Europa hasta principios del verano. Recientemente, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, actualizó la cifra a 500 mil personas. Sin duda, unos números muy superiores a los 280 mil refugiados que arribaron en 2014, y que hicieron que la Unión Europea calificara la situación como la peor “crisis migratoria desde finales de la Segunda Guerra Mundial”.
Las cifras y las historias de familias enteras parecen comenzar a darle la razón al escritor de La balsa da piedra, quien en su momento alertó que los migrantes llegarían por millones procedentes de África escapando de los horrores de los conflictos. “Cuando fuimos a África y América en los siglos XVI y XVII, ¿qué queríamos? —cuestionó en su momento—. Conquistar, disfrutar y explotar las riquezas, y ahora tras el fin del colonialismo, nos sorprendemos de que ellos quieran entrar”.
Johan Wets, un especialista en migración e integración social de la universidad belga de Lovaina, aclaró que “esto está lejos de ser una crisis migratoria o de asilo. Formalmente, según la Convención de Ginebra, los solicitantes de asilo son personas que por razones religiosas, de nacionalidad, por su grupo social u opiniones políticas no pueden volver a su país por ser perseguidas. En este momento estamos ante una crisis humanitaria, la gente que está llegando viene por conflictos armados, son desplazados”.
No obstante, en las últimas semanas, los noticieros y periódicos del mundo han llenado sus espacios televisivos y páginas con imágenes perturbadoras de hombres como Mohamed, quienes al pasar por países como Hungría les ha sido imposibilitado el tránsito hacia el norte y han sido “fichados” al tomarle sus huellas dactilares y fotografías, una medida contraria a la solidaridad que Europa tiene como principio fundamental; además, mujeres y niños, como el pequeño Aylan Kurdi, cuyo cuerpo fue hallado en una playa de Turquía bañado por las aguas del Mediterráneo, un mar donde Saramago aseguró que “los ahogados abundan y sirven de pasto a los peces”.
Mohamed jaló con fuerza la última bocanada del cigarrillo cuando el sol ya se había ocultado. Al siguiente día, dijo, se formaría muy temprano en la línea de la oficina de migración que normalmente tiene capacidad para atender a 250 solicitantes que provienen de países como Iraq, Siria, Afganistán, Pakistán, Libia y Eritrea y que ahora ha atendido a más de 400 en un día.
“Si no me dan asilo aquí —me dijo decidido cuando nos despedimos—, me voy a Calais”, el puerto más famoso de la costa francesa que conecta por tren y transbordador el continente con el Reino Unido, y a donde han llegado miles de migrantes para cruzar colgados de la caja de un tráiler o de un vagón del tren que cruza por debajo del Canal de la Mancha.
A pesar de llegar muy temprano, al siguiente día no pude hallar en la fila de solicitantes de asilo de Bruselas a Mohamed. Decidí entonces seguir la ruta de los refugiados y viajar casi 200 kilómetros al norte a Calais donde se ha instalado el campamento más grande de refugiados en Europa, donde habitan más de tres mil personas en chozas hechas de tablones, plásticos, costales y otros desperdicios.
A media mañana, Abdulen tomaba una siesta sobre un claro del campamento de plásticos azules. Bajo el rayo del sol permanecía impávido, inalterable. Su cuerpo, tirado de lado parecía sin vida. Como el resto de quienes aquí han llegado, el joven negro procedente de Sudán espera que caiga la noche. Entre la oscuridad, buscará esconderse y moverse tan rápido como pueda para colgarse de una de las cajas de camiones de logística y así cruzar el canal hasta el Reino Unido.
Pero no todos son “migrantes exitosos”, como los calificó Elizabeth Collett durante nuestra conversación en Bruselas por ser quienes han logrado, primero, escapar de países peligrosos, como Eritrea, Siria e Iraq, para luego viajar hasta las costas del Mediterráneo y, una vez que han cruzado el mar, desplazarse por miles de kilómetros hacia el norte.
Uno de ellos es Arune, un emigrante de Eritrea de 23 años, quien frente a su refugio de plástico y madera me dijo que lleva dos años viajando. “Mi padre fue asesinado por el gobierno de Eritrea. La situación está muy difícil. No tenemos agua, no tenemos comida, no tenemos ropa, no nos quieren dar trabajo. Y ahora no tenemos oportunidad de ir a Inglaterra”, me contó desesperado.
En ese momento, al ver aquella figura atlética, joven, recordé consternado las palabras de José Saramago: “Los sobrevivientes de los nuevos naufragios, los que pusieron pie en tierra y no fueron expulsados, tendrán en su espera el eterno calvario de la explotación, de la intolerancia, del racismo, del odio por su piel, de la sospecha, de la humillación moral”.