Milenio

EL OPRESOR DADIVOSO

- POR JULIO HUBARD

Robert Graves parece loco a cada rato, hasta que, de pronto, las cosas raras que dijo cobran sentido. En 1963 explica a la comunidad de la London School of Economics que “una falacia común, sostenida por filósofos idealistas, fanáticos religiosos y políticos liberales es que cualquier persona puede amar a todos los demás. A veces, una vecindad forzada, especialme­nte en tiempos de guerra, podrá extender el círculo afectivo para incluir a personas con las que, por regla general, uno no tiene nada en común; pero una vez que el peligro ha pasado, el círculo se restringe de nuevo a unos pocos nombres. Me disgustan las organizaci­ones benéficas. Un porcentaje demasiado alto de la recaudació­n se destina a pagar a los organizado­res; y no puedo sentir afecto genuino por beneficiar­ios anónimos, ni esperar ningún afecto de ellos. Los niños hambriento­s de la Europa Central, por quienes, en 1920, vendí mi reloj de oro y algunos regalos de boda, para la década de 1940 se habían convertido en fornidos nazis y cobraban su venganza sobre mí y mi familia por la crueldad de Lloyd George y Clemençeau”.

Tras la Gran Guerra, los Aliados impusieron a los derrotados, Alemania a la cabeza, el Tratado de Versalles. Excesivo, humillante, afirmaba, por ejemplo, “la responsabi­lidad de Alemania y sus aliados por haber causado todos los daños y pérdidas” (artículo 231). Baste decir que Alemania pudo liquidar la deuda impuesta por el Tratado hasta 2010. Hitler y su partido no hubieran contado en la historia, de no haber sido por las condicione­s del Tratado. Ante las condicione­s abusivas, muchas almas nobles quisieron ayudar a los “pobres alemanes” —pero la limosna confirmaba al mismo tiempo la vigencia del abuso y la opresión.

Si a la crueldad institucio­nalizada sumamos la conmiserac­ión de las limosnas, la humillació­n se duplica: el torturador piadoso. Lo que dice Graves es terrible: trata con lástima a tu víctima y, al cabo, o la matas o te mata. Las cuentas nunca quedan saldadas.

Según la cuenten o lean unos y otros, la historia no solo es contradict­oria sino irreconcil­iable por ninguna vía civilizada. Los ingleses, por ejemplo, se creyeron generosos: donaban sus propios bienes para ayudar a los miserables alemanes. Pero recibir limosna y lástima cuando se requieren justicia y equidad no puede sino salar las heridas. Graves creía estar ayudando mientras sus “beneficiar­ios” se llenaban de odio.

Esa estructura del opresor generoso, del ogro filántropo, no solo se da entre naciones; igual está en la dadivosa opresión de muchos gobiernos y los ciudadanos, o hasta en las relaciones entre padres e hijos. De esa mecánica se sale solo cuando el débil derrota al fuerte. Y hay dos modos: la venganza violenta (el nazi, el pueblo que rebela y mata al jefe, el hijo freudiano que mata al padre) o la recomposic­ión del ámbito simbólico: cuando la ciudadanía se hace suficiente­mente fuerte para hacer valer una ley. Después de décadas de horrendas venganzas y violencia abierta y soterrada, Guatemala decidió cambiar el rumbo de su historia: metiendo a la cárcel a su presidente, se deshizo del opresor corrupto sin venganza ni violencia. Guatemala. Nosotros seguimos acumulando impotencia.

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