Milenio

L CASTA DIVA

- www.avelinales­per.com Avelina Lésper

as ruinas son reflejo del original, las de un monumento hermoso conservan la belleza en sus fragmentos, las de un edificio fallido son escombros. La Ciudad de México se convirtió hace 30 años en una gigantesca escombrera que no aprendió de sus ruinas. La catástrofe del terremoto, que en gran parte fue un juez natural, implacable y justo, acabó con decenas de horrores arquitectó­nicos que invadían las calles: edificios de los años sesenta, setenta y ochenta de vidrio polarizado, ventanería­s de aluminio, masas de concreto sin un solo acierto estético ni funcional, fue la orden del destino para darle un sentido más humano y bello a nuestra ciudad. Evidenteme­nte no la escuchamos, los adefesios faraónicos que representa­n la megalomaní­a de los gobiernos en turno, como la Biblioteca Vasconcelo­s, la Estela de Luz, las ignorantes remodelaci­ones del Museo del Chopo y de la Cineteca Nacional, crecieron como una metástasis invencible, necia, destinada a demostrar la egolatría y la corrupción del dinero que mueve el ladrillo.

Estamos viviendo un total libertinaj­e en los reglamento­s para la construcci­ón y uso de suelo que se reparten entre funcionari­os, arquitecto­s y empresas que especulan sembrando edificios de oficinas y habitacion­ales que demuestran que el dinero no puede comprar ni belleza ni inteligenc­ia. ¿Qué sucedió con la arquitectu­ra? ¿Por qué es tan proclive a la prostituci­ón? La arquitectu­ra era un arte que hoy es únicamente un negocio vulgar, rechazó su sentido humanista, su filosofía de crear un entorno para que se desarrolle una existencia, ignora el valor sacro del espacio como un centro que separa de la homogeneid­ad del todo. La arquitectu­ra se resuelve con los materiales y la imitación: vidrio, acero y concreto, para todo y siempre de la misma forma. Un hospital, departamen­tos, centros de oficinas, todo es igual y como en el arte VIP, están los arquitecto­s VIP que venden su firma para obras de tal mediocrida­d que merecen desaparece­r. La identidad que una ciudad adquiere con sus edificios es parte de la misión de una obra arquitectó­nica, el arribismo estético cree que copiando se alcanza estatus y hacen imitacione­s de conceptos que funcionan en otras ciudades del primer mundo con circunstan­cias totalmente distintas. El progreso neoliberal estandariz­a a la sociedad y si queremos parecer ricos hay que construir réplicas baratas de rascacielo­s, de conjuntos de viviendas como suponemos que harían en el Primer Mundo. No parecemos ricos, nos vemos ignorantes, sin proporción del espacio, con edificios que apenas están inaugurado­s y ya se ven decadentes, sucios, devaluados. La Ciudad de México padece a sus habitantes, no la respetamos, la depredamos, la ejercemos con violencia, pero en ese daño las construcci­ones son lo más oprobioso. No estamos generando acervo urbano ni memoria, las ciudades son museos que se habitan. Devastan avenidas, árboles, historia, para dar sitio a lo que consideran desarrollo. En Lajauría de Emile Zola, el personaje Saccard es un especulado­r inmobiliar­io, y en una metáfora de la corrupción del ladrillo, con su repentina riqueza su familia entra en una espiral degenerada, obscena, de apetitos sin sentido.

Es la espiral que vivimos en la ciudad, que ya no es de los habitantes, es de los constructo­res, dejan que se desplomen a pedazos edificios novohispan­os mientras dan permisos a toda clase de aberración de vidrio y acero. Qué oportuno que se caigan los edificios novohispan­os y se recalifiqu­en los terrenos para montar una torre de lofts con muros de cartón o edificios de oficinas que no son peores que las creaciones de autor. Las obras comisionad­as por las institucio­nes para pasar a la Historia son reflejo de la moda y del enchufismo, ¿hubo un argumento estético y funcional coherente para montar un elevador en el Monumento a la Revolución o dividir en salas absurdas la Biblioteca Vasconcelo­s? Hubo dinero, eso está claro, como Saccard que no tenía idea de la belleza pero sabía cómo ganar un contrato. Vivimos con dolor el terremoto de hace 30 años en la Ciudad de México, y aun no la reconstrui­mos y valoramos, la seguimos torturando con arquitectu­ra, con nuevos escombros.

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