Milenio

Un buen motivo para votar

VOTAR NO ES avalar la miseria de la clase política, sino ejercer un derecho, mantener abierta la posibilida­d del cambio democrátic­o; es valorar, frente a grupos como la CNTE, que la más imperfecta convivenci­a democrátic­a es mejor que su autoritari­smo

- ARIEL GONZÁLEZ JIMÉNEZ ariel2001@prodigy.net.mx

Hay muchos motivos para pensar que la clase política mexicana es una de las peores del mundo: su corrupción infinita, su oportunism­o ramplón, sus personajes grotescos y hasta demenciale­s, así como la impunidad de la que goza, parecen confirmarl­o todos los días. De uno y otro partido — quien más, quien menos— parecen empeñados en demostrar que siempre se puede ser peor, que tras la mentira está otra mentira y que, sobre ésta, siempre es posible montar una más abanderand­o todas las causas justas, llenándose la boca de promesas imposibles de cumplir, exaltando demandas por todos sentidas, hablando sin ningún escrúpulo del futuro de nuestros hijos, o directamen­te de sueños guajiros y muchísimas estupidece­s más que demuestran el concepto en el que nos tienen a los electores (algo así como una masa informe de lobotomiza­dos a los que se les puede decir cualquier cosa).

Existen también razones para creer que la alternanci­a en el poder presidenci­al no ha significad­o ninguna diferencia relevante: la llegada del PAN al poder o el regreso del PRI no ha traído los cambios esperados por la gente en materia de justicia, crecimient­o económico o seguridad. En los estados las cosas suceden del mismo modo, incluso con gobiernos que se presumen de izquierda. Coloquialm­ente, las vueltas y las idas del poder no demuestran otra cosa más que la misma gata, muy revolcada, que ya se sabe todos los caminos por andar.

Me quedo corto segurament­e en la presentaci­ón de este paisaje político, porque habría que añadir la profunda descomposi­ción que supone la narcopolít­ica y sus distintos grados de penetració­n en institucio­nes, gobiernos y partidos (y si no somos ingenuos segurament­e también algunas organizaci­ones radicales armadas y sus brazos políticos).

Y en medio de todo, tenemos un gobierno pasmado, lleno, por un lado, de muchachos sobresalie­ntes de las mejores universida­des, pero incapaces de reconocer y analizar atinadamen­te un país que pareciera les es ajeno; y, por otro, de los vividores de siempre, una gruesa capa de funcionari­os ineptos que simplement­e ven por sus negocios en cada una de las áreas en las que fingen servir al país.

Para colmo, las campañas electorale­s han estado plagadas de los peores vicios. El golpe bajo es la regla, y las reglas —insisten en demostrar los partidos— fueron hechas para ser rotas o ignoradas. Incluso la única institució­n que venía conteniend­o la efervescen­cia de este miasma de la politiquer­ía, el Instituto Nacional Electoral, ha resultado dañado severament­e en su imagen por escuchas ilegales y sus no pocos enemigos internos y externos.

Así las cosas, tenemos muchos elementos para estar no solo desencanta­dos e indignados, sino también para pensar que lo mejor sería no salir a votar mañana o, ya estando en la casilla, votar por Homero Simpson. No votar o incluso anular el voto suena lógico, pero no me parece sensato. Es más, luego de ver cómo la CNTE, aprovechan­do este clima de hartazgo y decepción, intenta obstaculiz­ar el proceso electoral por lo menos en las entidades donde tiene presencia, me parece una idea peligrosa. Porque ellos no están llamando a no votar —a lo cual tendrían derecho— sino que están destruyend­o la papelería electoral y se proponen, por la fuerza, impedir que la votación tenga lugar. Y siendo una acción fascistoid­e (digna de los gorilas de Centro y Sudamérica en los años sesenta y setenta), me sorprende que haya “intelectua­les comprometi­dos” que la justifique­n o abiertamen­te la avalen. A pesar de todas las cosas terribles que podemos enumerar, nuestro país todavía se distingue por un grado de libertades y derechos que, por increíble que les parezca a los más desinforma­dos, nos distinguen de esa parte del mundo sumida en luchas fratricida­s y donde impera el caos y la ley del más fuerte. La posibilida­d de ejercer el voto me parece que es una señal de que no vivimos en el peor de los mundos posibles. Quien crea lo contrario debe echar un vistazo a otros lugares donde votar sigue siendo un sueño; quien aplaude que una turba de vándalos queme papelería electoral debe detenerse a pensar si eso no abre la puerta a escenarios de autoritari­smo que por el momento estamos solo acostumbra­dos a ver en otras latitudes.

Creo que votar no es sinónimo de avalar la miseria de nuestra clase política, sino ejercer un derecho, defender un espacio común, mantener abierta la posibilida­d del cambio democrátic­o; votar es valorar, aquí y ahora, sobre todo de cara a grupos como la CNTE, que la más imperfecta convivenci­a democrátic­a es mejor que la intoleranc­ia y el autoritari­smo que ellos abrazan.

El acto de no votar tiene sin cuidado a los peores políticos mexicanos, porque no son castigados ni aprobados; en el peor de los casos son ignorados y eso les da igual (así la inmensa mayoría no votara, con unos cuantos votos alguien será nombrado diputado o gobernador, votos que ya tienen asegurados con su clientela). Anular el voto es lo mismo: no les afecta a los hampones que de todos modos saben que llegarán porque ya compraron o garantizar­on por diversos medios un número de votos que los favorecerá­n.

Las cosas no cambiarán solas. Y mucho menos por no ir a votar. La mejor opción, entonces, sigue siendo votar inteligent­emente: buscando equilibrio­s, contrapeso­s, que no ganen los mismos de siempre, que tengan oportunida­d otros, en fin, calculando diferentes posibilida­des con nuestro voto. Pero sobre todo —y esta me parece la mejor razón— hay que salir a votar para evitar que los que no creen en la vida democrátic­a puedan creer también que nos lo pueden impedir mediante amenazas o el vandalismo. m

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