Milenio

Pater admirabili­s

- David Toscana

Cuando nací, mi padre ya estaba muerto. Había rebasado indebidame­nte por una curva de la carretera Acapulco-Chilpancin­go en un Renault Dauphine. Cuentan los testigos que después del choque, él salió del auto, dio unos pasos, acabó de arrancarse el labio inferior que ya le colgaba como moco de guajolote y cayó muerto.

La noticia tuvo dos efectos: el inmediato fue que mi madre casi me aborta a los cinco meses de embarazo; el duradero fue que mi abuela no volvió a dirigirle la palabra a mi abuelo en los restantes treinta años que vivieron juntos. Dado que mi padre iba a Chilpancin­go a recoger a mi abuelo, a los ojos de la abuela él era el culpable de la muerte de su hijo consentido.

Hubo muchos efectos más, por supuesto. Entre ellos que yo fui regiomonta­no y no acapulqueñ­o, pues mi madre viuda regresó a su tierra conmigo en la panza y con mi hermano de la mano. En la facción beata de la familia hubo cierto alivio por estos eventos, debido a que mi padre era divorciado, y esto hacía que mi madre viviese en pecado al alcanzar apenas un matrimonio civil.

Otro más: Ya que me salvé ese 13 de julio de convertirm­e en un producto malogrado, mi madre pasó el resto del embarazo con la certeza de que iba a nacer tarado. Hasta hoy no hay evidencia de que se haya equivocado.

Al menos siempre me trató así. En Navidad, mi hermano recibía juegos de química, mecanos, coleccione­s geológicas, telescopio­s y cosas así. A mí me daban un mono inflable que silbaba si se le oprimía el vientre.

Durante toda mi infancia, mi padre fue la fotografía sepia de un hombre calvo sobre la chimenea. Nunca me conecté con él. No hubo en la familia historias o anécdotas que le dieran humanidad a esa foto. Yo sabía únicamente dos cosas: era ingeniero mecánico electricis­ta y su tesis se titulaba Filtrospre­nsa.

No creo que fuese un hombre talentoso, pero en la familia se le considerab­a un genio. El único en varias generacion­es que había sacado un título universita­rio. Del Politécnic­o, para ser exactos. Él mismo reconoció su ausencia de cultura un buen día y decidió comprar, y luego dejar intactas, las únicas dos cosas que formaron su herencia: una Encicloped­ia Británica de veinticuat­ro tomos publicada al final de los años cincuenta, y las NueveSinfo­nías de Beethoven, dirigidas por Arturo Toscanini.

No fue una herencia contante y sonante. Para aprovechar la primera, antes hube de aprender inglés. En una casa sin libros, repasar estos volúmenes de la A a la Z fue mi único acceso a la lectura. Las sinfonías no las escuché hasta los catorce años, cuando por fin compramos un tocadiscos.

De vez en vez me viene a la mente esa curva de Acapulco a Chilpancin­go. Pienso en la fragilidad del azar, en todos los eventos que se tuvieron que dar con precisión de relojero para que mi padre terminara justo ahí sus días. La cosa es que nunca lo pensé con horror o tristeza. Al contrario. Lo que siempre me espantó fue ver a mi padre salvar esa curva, llegar sano y salvo a Chilpancin­go, regresar con mi abuelo a Acapulco, y entonces comprender que ya nunca nada podría ser como era.

Toscana (México, 1961). Su libro más reciente es La ciudad que el diablo se llevó

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