De pornoviolencia e hiperrealidad 1
En una de las entrevistas que componen el libro Lynch por Lynch, Chris Rodley le pregunta al cineasta por el lado oscuro de su obra, a lo que éste responde: “Todos tenemos, como mínimo, dos lados. (…) El mundo en que vivimos es un mundo de opuestos. Y el arte está en reconciliar esos dos polos”. Y, en cuanto a la razón por la que parece sentirse cómodo con el lado oscuro de su psique: “No tengo idea. Siempre he sido así. Siempre me han gustado ambos lados y creo que, para apreciar uno hay que conocer el otro: cuanta más oscuridad se junta, más es la luz que se ve”.
Pensaba en lo anterior en contraste con la tendencia actual a censurar obras artísticas con elementos que puedan resultar perturbadores, si es que provienen de la imaginación, para en cambio acentuar lo más posible la sordidez y la violencia, si es que acaso emanan de la realidad. Parecería entonces como si los creadores tuvieran permiso para retratar la oscuridad, siempre y cuando ésta provenga de lo que entendemos como el mundo real, pero no de una (torcida) imaginación, si fuera el caso. Incluso, en las numerosas series o películas, documentales o ficcionalizadas, sobre casos de true crime contemporáneos, se gesta una especie de épica de lo real, con espectaculares tomas abiertas de ciudades o paisajes, que preceden a la narración de un pasaje sórdido, o agentes de la DEA que se mueven y se expresan como si estuvieran en un western, por mencionar un ejemplo.
O incluso, como sucede en la recién estrenada serie de Netflix sobre el caso Cassez-Vallarta, se puede recurrir en una obra de registro documental a elementos de ficcionalización para acentuar el efecto que buscan los realizadores, como acompañar el testimonio de una tortura con tomas donde gotea sangre, o con actores que escenifican una recreación de la tortura, acompañada por gritos y el eco de los golpes secos. Se trata así de un efecto de hiperrealidad, donde a través de la ficcionalización se busca dotar de un mayor realismo a la representación de la realidad, un poco como si no se confiara en que la imaginación de los espectadores sea lo suficientemente sórdida. De modo que hace falta apoyar la narración con un correlato visual y auditivo que asegure conjurar en el espectador la imagen precisa (no vayan a imaginar que la tortura es algo ligero), en un franco despliegue de pornoviolencia, que por otro lado no haría falta, dado el carácter ya sumamente sórdido de lo que se narra.
Y la inmensa ironía del carácter justiciero de Netflix como gran plataforma actual de documentales de denuncia es que al mismo tiempo conviven ahí con una oda a la misoginia, como la serie de Roberto Palazuelos, donde como táctica de seducción en su alberca de Miami con tres chicas muy jóvenes (una de ellas descrita como “riesgo legal”), alterna citas del Dalai Lama con preguntarles si les gusta que los hombres la tengan grande, para luego ufanarse ante la cámara del tamaño de su miembro. Y después nos cuenta su plan de emborracharlas en su yate con unos shots, de camino a las Bahamas, para ver qué pueda pasar después, porque “hay Robert para todas”.
Pero como es rico y famoso, y es un reality show, seguramente muy visto por miles de mirreyes que toman nota de sus consejos con el anhelo de emularlo, todo sea en aras del rating.
Creo que mejor más imaginación oscura a lo David Lynch, y menos pornoviolencia e hiperrealidad.
En Netflix conviven al mismo tiempo documentales de denuncia con una oda a la misoginia