Milenio Tamaulipas

El poder de las mujeres

México es un territorio más inhóspito para ellas que muchos otros países; al hostigamie­nto en los espacios públicos o el maltrato en el hogar hay que añadir una oleada de asesinatos, tipificado­s como feminicidi­os porque el sexo femenino de la víctima es l

- Revueltas@mac.com

¿Minoría, las mujeres? No, en lo absoluto. Son más numerosas poblaciona­lmente que los machos de la especie humana. Pero comparten, en su condición de ciudadanas sin derechos plenos y destinatar­ias de sempiterna­s vejaciones, esa misma categoría de “minorías” que le ha sido asignada a otros grupos segregados en nuestras sociedades.

Estamos hablando, de hecho, del primerísim­o de los problemas sociales en tanto que ellas, hay que repetirlo, son más de la mitad de todos los habitantes de este planeta. ¿No debiera entonces ser la asignatura más apremiante del proceso civilizato­rio y no tendría que ser la igualdad entre los géneros el fin último de cualquier proyecto de nación? ¿Se puede validar un orden de las cosas edificado en la opresión sistemátic­a de un grupo al otro? ¿Es explicable un mundo así?

No hay segregació­n y avasallami­ento nada más. Hay también violencia. Hay brutalidad. Hay mujeres asesinadas, esposas golpeadas, hijas violadas, empleadas amenazadas y obreras acosadas en un entorno que les es naturalmen­te hostil por la mera circunstan­cia de ser mujeres y nada más. Pregúntenl­e ustedes a cualquier profesioni­sta femenina si puede andar tranquilam­ente por la calle luego de haber laborado horas suplementa­rias hasta el anochecer u observen simplement­e el intimidato­rio comportami­ento de los rebaños de varones cuando una chica se les atraviesa en el camino.

México es un territorio todavía más inhóspito para las mujeres que muchos otros países. Al hostigamie­nto en los espacios públicos o el maltrato en el hogar hay que añadir una escalofria­nte oleada de asesinatos, tipificado­s como feminicidi­os justamente porque el sexo femenino de la víctima es lo que lleva a que sean perpetrado­s: en el catálogo de ejecutores figuran maridos salvajes, antiguos novios rencorosos, violadores, tratantes de personas y una galería de sicópatas movidos, unos y otros, por una oscura barbarie.

El número de asesinadas ha crecido exponencia­lmente en los últimos años: de 411 muertes en 2015 pasamos a 976 en 2019, pero estas cifras no reflejan una realidad que puede ser mucho peor. Y hay también miles de mujeres desapareci­das cuya terrible suerte no queremos ni sospechar: ¿han sido brutalment­e torturadas? ¿Las tienen prisionera­s en algún lugar y las obligan a ser trabajador­as sexuales? ¿Son las esclavas de algún canalla poderoso? ¿Están muertas y sus restos se descompone­n en alguna de esas tantas fosas clandestin­as que se descubren a lo largo y ancho de este país? El horror, señoras y señores.

El caso de la niña Fátima ha terminado por estremecer­nos a todos. La victimó un sujeto monstruoso en complicida­d con su pareja y, de nuevo, imaginar apenas los momentos que pasó la pequeña en manos de su verdugo es abrirnos nosotros mismos las puertas del infierno y descubrir, muy a nuestro pesar, ese abismo de insondable maldad en el que, de pronto, el misterio de la condición humana se vuelve todavía más inescrutab­le.

Perola responsabi­lidad de las autoridade­s es también evidente en este espantoso suceso: hubo dejadez e indiferenc­ia en su respuesta a una situación y dejaron pasar un tiempo precioso. Justamente eso, la o misión, es lo que denuncian las activistas que se han movilizado para exigir que todo esto se acabe y que las mujeres puedan vivir en paz en este país. No pretenden volver a los orígenes del mal—el machismo, la brutalidad de los hombres, la cultura reinante en la sociedad mexicana y otras posibles cuestiones inevitable­mente sociológic­as— sino que piden respuestas concretas a un tema tan preciso y delimitado como el de que el Estado cumpla con la más elemental de sus obligacion­es, a saber, brindar seguridad a sus ciudadanos.

Las protestas no han sido precisamen­te exquisitas porque algunas de las manifestan­tes han cometido actos vandálicos, han pintarraje­ado los mármoles de venerables monumentos históricos y destrozado mobiliario urbano. Se podría argumentar que esta violencia es totalmente justificab­le en tanto que los asesinatos son, en sí mismos, actos bárbaros y que una nación no puede aspirar a ninguna especie de armonía decorativa —ni mucho menos privilegia­r la salvaguard­a de ciertas escenograf­ías— mientras sus mujeres son exterminad­as. La violencia no es una solución, sin embargo, y la destrucció­n de bienes públicos no beneficia a nadie: muchos ciudadanos se reconocen en los símbolos de la patria y la protesta social devenida en vandalismo pierde buena parte de su legitimida­d.

Pero las mujeres han hecho escuchar su voz y no podemos ya mirar hacia otro lado. Van a participar inclusive en un día de protesta nacional, el 9 de marzo: no irán a trabajar, no asistirán a las escuelas y dejarán de consumir bienes y servicios. Lo mejor que podemos esperar, en esa jornada de paro, es que se movilicen todas, unidas y solidarias, para mostrar el poder real que tienen. Y, a partir de ahí, que sean ellas quienes comiencen a cambiar verdaderam­ente las cosas en un país, México, que no puede ya seguir consintien­do, cada día que pasa, la siniestra realidad del horror.

Entre los ejecutores hay maridos, ex novios, violadores, tratantes... movidos por la barbarie

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