Tan “humanos” como sanguinarios
A un enemigo absolutamente salvaje no se le puede incitar a que “se porte bien” ni se puede dejar en el abandono a las poblaciones de regiones enteras, pretextando que el Ejército no se dedica a “reprimir al pueblo” y que los narcos son “seres humanos”
Hablemos de la “guerra”, justamente, ya que tanta gente equiparó con una contienda bélica la ofensiva que el presidente Calderón emprendió contra las organizaciones criminales que operan en este país. En las guerras hay reglas, para empezar. Regulaciones para matar, o sea (lo cual, si lo piensas, tendría que ser algo fundamentalmente inadmisible). Y sí, en efecto, no puedes ex terminar con desproporcionada cruel da da los contrarios ni tampoco masacrara sangre fría a los prisioneros que hayas capturado en la última escaramuza. Los aniquilas limpiamente, nada más, siguiendo un principio de eficiencia para alcanzar el propósito final de que el adversario se rinda al no contar ya con los efectivos suficientes para proseguir la lucha o, en el mejor de los casos, de que el parte de bajas le parezca tan descomunal, aparte de monstruoso, que decida parar la carnicería.
Todo ello, como decía, está debidamente reglamentado en acuerdos celebrados entre las naciones para paliar, dentro de lo posible, los horrores de los conflictos armados. El primero de estos convenios se firmó en Ginebra, Suiza, en 1864 y el designio, en esos momentos, era que los cuerpos médicos de rescate pudieran meramente operar —es decir, atender a los heridos— sin ser abatidos por los combatientes, además de que se asegurara un trato humanitario a las personas que no participasen en las hostilidades
y de que se prohibieran excesos como ejecuciones extrajudiciales, atentados o tomas de rehenes. Un segundo convenio fue firmado en 1906 —y revisado posteriormente en 1929 y 1949— para garantizar parecidos derechos a los integrantes de las fuerzas armadas navales y los náufragos. El Tercer Convenio de Ginebra, acordado en 1929, se refiere al trato que debe ser otorgado a los prisioneros de guerra. Y, finalmente, en 1949 se firmó un cuarto convenio en el que se determinan las protecciones que deben tener las poblaciones civiles en tiempos de guerra (hasta hoy, siguen siendo víctimas de los tales “daños colaterales” en que perecen mujeres y niños, porno hablar de las atrocidades perpetradas deliberadamente por canallas como Bashar Háfez al-Ásad, el sátrapa de Siria, que manda a su aviación militar a bombardear hospitales).
Las anteriores disposiciones testimonian del proceso civilizatorio de la humanidad, a pesar de todos los pesares, aun cuando pudiere haber existido un gran acuerdo que prohibiera pura y simplemente la guerra entre las naciones por ser ese recurso —la aniquilación programada de personas vivas— una colosal aberración. Estamos hablando aquí de unos tratados que admiten tácitamente la práctica de que miles y miles de seres humanos sean matados pero que, al mismo tiempo, estipulan de manera expresa la forma en que no deben ser eliminados. Dentro de algunos siglos habrán de figurar las antedichas Convenciones de Ginebra como auténticas pruebas de nuestra barbarie contemporánea aunque sirvan, hoy día, para mitigar la violencia del mundo y que hayan sido instrumentos para sustentar acciones penales contra los genocidas de turno.
Pues bien, uno de los bandos de nuestratal“guerra” no respeta siquiera los más mínimos acuerdos ni sigue regla alguna en combate. Todo lo contrario, los sicarios de las bandas criminales —que serían, en los hechos, el “enemigo” principalísimo del Estado mexicano en la contienda— se distinguen por ser implacablemente crueles y desaforadamente sanguinarios: en 2009, apresaron a doce agentes de la Policía Federal asignados a tareas de inteligencia en una comunidad de Micho acán y los filmaron mientras los martirizaban (entre otras espantosas sevicias, les vaciaron los ojos y a la única mujer del grupo la violaron); cada mañana, aparecen cadáveres desmembrados con huellas de abominable s torturas, sembrados en todoslos rincones de nuestra República; esta semana, prendieron fuego aun local de entretenimiento en Coatzacoalcos y bloquearon las salidas para que los clientes se quemaran vivos (30 muertos); el espanto, el horror en las calles de nuestras ciudades, todos los días…
A un adversario así no se le puede conferir la condición de interlocutor. A un enemigo tan absolutamente salvaje no se le puede incitar a que “se porte bien” ni mucho menos se puede dejar en el abandono a las poblaciones de regiones enteras pretextando que el Ejército —esa gran institución nacional trasmutada ahora en cuerpo policiaco encargado de la seguridad pública— no se dedica a “reprimir al pueblo” y que los narcos, esos mismísimos sujetos que carbonizan a los parroquianos de un bar o que matan a balazos a una bebita, son “seres humanos”. No está a discusión la pertenencia de esa gente a nuestra especie, desde luego, pero no estamos hablando de eso sino de su estremecedora peligrosidad y de la capacidad que tiene de sembrar sufrimiento, terror y muerte entre los mexicanos indefensos. No todos los individuos son iguales, con perdón, aunque compartan el mismo patrimonio genético.
Sería entonces tiempo de que nos aclarenlas cosas .¿ Hoy, talvez, en el Primer Informe de Gobierno?
Es estremecedora la capacidad de los delincuentes para sembrar terror y muerte