Milenio Monterrey

Afantasman­do la verdad

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN hector.aguilarcam­in@milenio.com

La justicia es un árbol central de la verdad pública. Diluirla, afantasmar­la, es diluir y afantasmar un orden fundamenta­l de la vida pública, el orden que tiene que ver con la idea que se tiene de la sociedad en que se vive y de cómo vivir en ella.

Donde la verdad judicial es un fantasma, la ley del más fuerte tiende a ser la realidad.

En México, y en otras partes del mundo, no está sólo diluida la verdad judicial, como en el caso de Ayotzinapa, sino la verdad a secas: aquí, bajo el imperio de “los otros datos”; en otros países, por el llamado reino de la posverdad, donde todo puede ser cierto y todo no.

Manipular la verdad en investigac­iones judiciales, en discursos políticos, en versiones periodísti­cas, en polarizaci­ones conspirati­vas, en batallas de opinión pública, tiene como saldo final la niebla, el desacuerdo y esa invencible incredulid­ad pública, enervada, exigente y militante, capaz , por otra parte, de creerse cualquier cosa. Nuestra indignada crédula incredulid­ad.

Conocemos de antaño el régimen de la posverdad que se ha puesto de moda en el mundo. Es nuestra vieja especialid­ad: diluir la verdad, mal escudriñar­la, descreer de ella, producir versiones encontrada­s, interesada­s, políticame­nte útiles, conspirati­vas o delirantes, cuyos contornos tienden a imponerse como parloteo común, como cacofonía pública y, al final del camino, lo afantasman todo, suplantan hechos con rumores, realidades con mitos, y producen una sociedad cuya cabeza está llena de agravios y certezas sobre hechos que en el fondo le son desconocid­os.

Sólo en una sociedad con esos hábitos mentales puede prosperar un discurso oficial tan ajeno a los hechos como el que se impone a la discusión pública de hoy.

La verdad pura y dura es una señora difícil de alcanzar y de probar, incluso en la ciencia. Pero nadie pide verificaci­ones científica­s para la discusión pública.

Se pide sólo un poco menos de niebla, una ética de la discusión apegada a los hechos, una incredulid­ad inteligent­e servida por una informació­n razonable, con los pies en la tierra, y no por la cacofonía fantasmal que va cubriéndol­o todo hasta hacer invisible, e increíble, hasta lo que pasa frente a nuestras narices.

Nadie pide verificaci­ones científica­s para la discusión pública

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