“El club, obra maestra de lo grotesco sobre los demonios con sotana”
Desde finales de los años noventa, el abuso sexual de menores por parte de sacerdotes católicos ha sido objeto de numerosos reportajes y documentales. Por lo tanto, los cineastas y los novelistas que diseccionan ese tumor ya no pueden conformarse con denunciarlo: su reto es ir más allá del “yo acuso”. Esa tarea es necesaria, pues si la ficción logra calar hondo en el subsuelo de la conducta, puede hacer el examen de conciencia que la Iglesia elude por conveniencia o por cobardía. Así ocurre, con espléndidos resultados, en la película chilena El club, dirigida por Pablo Larraín, con una excelente dramaturgia de Guillermo Calderón y Daniel Villalobos. El club ganó en 2015 el Oso de Plata en el Festival de Berlín, pero se le puede considerar una novedad, pues figura desde hace poco en el catálogo de Netflix, donde el público masivo quizá no le haya prestado la atención que merece.
La acción transcurre en una casa de retiro ubicada en La Boca, una gélida bahía de pescadores en la región de O’Higgins, donde la mitra apostólica ha recluido a cinco sacerdotes excomulgados por distintas atrocidades, para salvarlos de la persecución judicial y al mismo tiempo, evitar escándalos que dañen la imagen del clero. Bajo el cuidado de la hermana Mónica, una falsa beata que fue a parar a ese depósito de cadáveres por maltratar a una niña africana, los reclusos se dedican a entrenar a un galgo que les da buenos ingresos ganando carreras de perros. Pero la llegada de un nuevo cura excomulgado, el jesuita pedófilo Matías Lazcano, perturba la paz de la cofradía, pues tras él viene Sandokan, un ex monaguillo a quien Lazcano vejó veinte años atrás, convertido ahora en un adulto resentido, que en plena calle se pone a gritar improperios contra el jesuita. Incapaz de soportar esa vergüenza, Lazcano se pega un tiro y su suicidio desencadena una investigación eclesiástica del suicidio, realizada por el padre García, un cura joven limpio de pecado.
A partir de esta premisa, Larraín y su dupla de guionistas construyen una obra maestra de lo grotesco, donde la empatía emocional con los personajes alcanza por momentos fulgores luciferinos. Con el auxilio de una fotografía lúgubre, que aprovecha al máximo la tétrica escenografía de la Boca, y una banda sonora inspirada en la música sacra, El club nos muestra la turbia belleza del mal incapaz de mirarse al espejo, el seráfico hedor de una patología fundada en la negación del deseo. Aferrándose a la mentira como tabla de salvación, ninguno de los curas pederastas hospedados en ese purgatorio se atreve a reconocer su homosexualidad. No hay evidencia que pueda enfrentarlos consigo mismos. Los himnos entonados a coro, las plegarias, los golpes de pecho, todas sus actividades cotidianas van encaminadas a revestir la verd ad con los oropeles de la virtud. La personalidad ficticia que se han empeñado en forjar recrudece una maldad nacida del auto engaño, que la película subraya con una rara mezcla de empatí ay humor negro. Aconsejo a los curiosos lectores poner el close caption para verla con subtítulos, pues el español de Chile, y sobretodo, la dicción atropellada de los chilenos, pueden poner en aprieto sal espectadormexicano( quizá le suceda lo mismo aun chileno viendo películas mexicanas).
La literatura está más obligada que el cine a hilar fino en los estudios de carácter, pero no siempre lo hace. La nueva novela del peruano Santiago Roncagliolo Y líbranos del mal desaprovecha los poderes de la ficción y se queda muy por debajo de El club en el estudio de la depravación clerical. Narrada y protagonizada por Jimmy, un joven peruano residente en Brooklyn, que viaja a Lima para cuidar a su abuela enferma y descubre un escándalo de abuso de menores en el colegio católico Reina del Mundo, donde estudió su padre, la novela tiene la estructura de un relato policial o de una indagación periodística, y quizá la elección de ese punto de vista determina la superficialidad en el trazo de los demás personajes, pues aunque la trama tiene golpes dramáticos fuertes (Jimmy descubre que su padre era el amante favorito del corruptor de menores Gabriel Furiase, un émulo peruano de Marcial Maciel), el narrador se abstiene de hurgar en la conciencia de los demonios con sotana, el filón más rico en esta clase de historias. Roncagliolo no pierde oportunidad de zarandear a la derecha católica peruana, pero esta denuncia tardía de una lacra denunciada hasta la saciedad parece escrita con guantes de látex. Quizá le pareció amarillista explorar más a fondo a un personaje tan repugnante como Furiase, pero al escamotearnos esa aportación novelesca derrapó hacia un género inocuo: el reportaje ficticio. Porque si una novela de esta índole no es una biopsia, si se queda en la superficie de la maldad, ¿para qué nos vamos a molestar en leerla?