Milenio León

Escocia JOVIAL

- Lucy Kellaway

TIENE UN NUEVO DUEÑO, UN NUEVO ASPECTO Y LA MISIÓN DE ATRAER TAMBIÉN A LA GENTE QUE NO JUEGA GOLF

La primera vez que fui a Gleneagles la lluvia no se detuvo. La fachada de la pila gris de la década de 1920 coincidía con el cielo. Mi habitación estaba en un ala moderna horrible con un tapiz lamentable y el evento corporativ­o al que asistía lo disfrutaba­n mucho mis compañeros participan­tes, quienes lo combinaban con una gran cantidad de golf.

Había dos cosas que redimieron ese viaje. Estaba el encantador viaje de cinco horas y media en tren de King’s Cross que te deja en la diminuta estación de ferrocarri­l victoriana color café y crema de Gleneagles. Y el desayuno. Desde entonces sostengo que lo que comí esa mañana es el ideal platónico de lo que la más incomprend­ida de las comidas debe ser.

Esta vez la esperanza era que me iba a disfrutar más cosas además del desayuno. Desde mi visita hace cinco años, el reinado de 31 años de Diageo sobre Gleneagles llegó a su fi n y el hotel se vendió a Ennismore, que dirige la genial cadena de hoteles de Hoxton en Londres, París, Amsterdam y Nueva York. Los nuevos dueños acaban de completar una renovación de 15 meses, y ahora tratan de convencer a las personas que no juegan golf que también es un gran lugar para ellos.

De antemano me dieron folleto llamado A GloriousPl­ayground con fotos de gente hermosa que parecen salir directamen­te del catálogo de Brora haciendo todas las cosas que el hotel tiene para ofrecer, tiro, pesca, cetrería, conducir en todo terreno, entrenamie­nto de perros y tenis. Dije que estaba apuntada para todo, aparte del tenis.

Pero aquí estaba el problema: con el fi n de crear el tiempo adicional para todo, la cetrería, el tiro, etcétera, el viaje en tren era demasiado lento y en su lugar tuvimos que tomar un vuelo. Fue un gran error. Stansted era un corral esa mañana de fi nales de agosto y las fi las eran tan largas que incluso antes de salir del asfalto ya deseaba volver a casa.

Una vez en Escocia, conduciend­o por Perthshire con el brezal en flor, todo se olvidó. Dejó de llover justo cuando el avión aterrizó, y cuando nos acercamos al hotel, una vez conocido como la Riviera de las Tierras Altas, el sol salió e iluminó esa fachada gris.

Nos dieron una suite en el primer piso con ventanas que tenían dos vistas espectacul­ares. A mis ojos les gustó nuestra espaciosa habitación, y también a mis pies descalzos. Había una alfombra suave en la habitación, madera desnuda en el vestíbulo y mármol templado en el cuarto de baño.

Tenía varias citas: la primera era con un caballo. Este fue el segundo encuentro de ese tipo en mi vida, el primero de ellos fue hace 49 años. Me subieron en Dixie, una bestia gentil que toleró tranquilam­ente a una novicia envejecida en su espalda y caminó y trotó como se suponía que lo hiciera.

La siguiente lección fue el tiro al plato. También hice esto anteriorme­nte una vez, solamente que mucho más recienteme­nte, lo suficiente como para recordar con atención la humillació­n de pegarle a los discos voladores de arcilla uno tras otro y la forma letal en que la pistola le echó sal a la herida ya que cada disparo que golpeaba mi hombro.

Mi actividad favorita fue la última, la cetrería. Sostuve un hermoso halcón de Harris llamado Comet, que me miraba con los ojos muy abiertos, volaba a una percha y volaba de regreso a mi guante cada vez que le colocaba un pedazo de carne cruda. Creo que empecé a comprender el extraño romance entre mujer y pájaro en las inolvidabl­es memorias de Helen Macdonald, HisforHawk.

De regreso en nuestra suite encontramo­s canapés junto con lo necesario para preparar un Vesper -uno de los cocteles favoritos de James Bond- que se prepara con ginebra de Gleneagles, vodka y Kina Lillet. Mezclé uno, lo revolví con un agitador de plata, lo vertí en un vaso de cóctel grabado y me retiré al baño de oro, desde donde miré hacia Glen Devon y le di un sorbo a algo que parecía ser alcohol puro.

Más tarde esa noche se me ocurrió que Gleneagles hace un excelente trabajo para volver a beber de forma glamorosa. Después del cóctel, nos dirigimos al bar Century, donde cada whisky se sirve en el esplendor de los años veinte. Más tarde en la noche, está el bar American, tres habitacion­es conectadas con luz de velas, luz de fuego suave y una pared tapizada en cachemira. Se escucha el jazz, las parejas toman champaña hasta altas horas de la madrugada.

Si el hotel va muy bien con el alcohol, la comida no está muy lejos. Gleneagles tiene media docena de restaurant­es -incluyendo Andrew Fairlie con sus dos estrellas Michelin- así como el Strathearn, donde cenamos.

Por la mañana nadé en la piscina del spa. Aquí sólo había sombras de Hoxton con luces azules y negras calentado la sillas de piscina, y con vestuarios minimalist­as impecables. Fue algo totalmente elegante, y sin duda se merece todos los premios que ha ganado para ser llamado un “galardonad­o spa”, pero no perdí el tiempo.

En Gleneagles -sede de la Ryder Cup hace apenas tres años- es difícil alejarse de los tres campos. Fuimos en el paseo más largo recomendad­o por un conserje, pero las cajas de arena montados perfectame­nte en la tierra y montículos cuidados se interponen en el camino de las encantador­as vistas de montañas. Trataba de pensar a qué me recordaban los campos, cuando mi hija le atinó: Teletubila­nd. Es un paraíso para un golfista, pero me gusta más

la vista de las tierras altas sin eso.

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