Milenio - Laberinto

Y 1994? Narrativa mexicana: nu (unos cuantos) derrote Entre 1982 evos ros

¿Qué realidades literarias imaginan los nacidos Este ensayo arriesga algunas aproximac

- ROBERTO PLIEGO FOTOGRAFÍA­S ÁNGEL SOTO, ARIEL OJEDA Todes.

¿Qué

realidades imaginan los narradores mexicanos nacidos entre 1982 y 1994?* Las fechas no obedecen al capricho. Marcan el año de nacimiento de Fernanda Melchor —una escritura arrebatado­ra, una concepción del mundo, un terremoto que permite concebir una era anterior y posterior— y el de Cristian Lagunas. Nos movemos de esta manera entre la exploració­n en carne viva de los mecanismos sociales y psicopatol­ógicos de la violencia —expresados en las novelas Falsa liebre, Temporada de huracanes y Paradise— y la posesión de un sentido intuitivo para nombrar la singularid­ad, la intrincada fisiología de las emociones —evidentes en el libro de cuentos Encuéntram­e afuera y, sobre todo, la novela El lado izquierdo del sol—. Así, pues, ¿qué realidades literarias salen a nuestro paso entre 1982 y 1994?

Una especie que se reproduce cada vez con mayor abundancia concentra la atención. Como un incendio forestal, y desde que los nuevos feminismos tomaron la tribuna pública, se han propagado las novelas que condenan el machismo y el dominio patriarcal, a veces haciendo el retrato de la familia como escuela del abuso y la discrimina­ción, o tomando la forma de discurso apologétic­o de la maternidad. Un conteo rápido ofrece madres castrantes o martirizad­as, padres autoritari­os y golpeadore­s, infelizmen­te casadas, rencorosas en faldas que barren el patio de su casa, aprendices de buchonas, desapareci­das en algún lugar de la noche, mujeres que apuran el veneno y esperan la muerte o aun embarazada­s en estado de trance y cándidas tejedoras de chambritas. Uno tiene la impresión de que el estrépito noticioso, y no la imaginació­n, se halla detrás de todo ese ruido que proviene del fervor militante en cualquiera de sus formas.

El caso de Brenda Navarro (1982) es a un tiempo feliz y perturbado­ramente ejemplar. Después de Casas vacías (2020) —una novela deslumbran­te, en tonos claroscuro­s, que confronta a la maternidad en desuso y a la maternidad ficticia, un doloroso ejercicio de la condición monstruosa y también angelical de la mujer, lejos de la imagen que solo atina a considerar­la una víctima de los bajos apetitos masculinos—, publicó Ceniza en la boca (2022). Algo ocurrió entre uno y otro, y no solo el reconocimi­ento internacio­nal. Los claroscuro­s dieron paso a una visión monocromát­ica. No ser alguien en ninguna parte, o quizás apenas un paria, un cuerpo desarraiga­do o flotando en un canal del desagüe, es la idea sobre la cual Ceniza en la boca va esbozando la apariencia infecta de México, sin importar que su protagonis­ta malviva en España. Qué ocurrió. Brenda Navarro puede ya levantar la voz y recibir la atención de los medios para declararse prófuga de un “Estado feminicida”. Por sus méritos literarios, de vez en cuando interpreta el papel de activista política. Si el país está podrido, parecería decir, ¿qué debemos hacer para remediarlo o al menos denunciarl­o? Quizá subirse a la tribuna y escribir novelas.

A la maternidad y sus irradiacio­nes llegamos de igual modo a través de las dos últimas novelas de Jazmina Barrera (1988): Línea Nigra (2020) y Punto de cruz (2021). Si la primera tiene el encanto de una creatura polimorfa —diario inclasific­able, relato, bitácora de lecturas y disquisici­ones—, la segunda se ve expuesta al recién adquirido prestigio de ciertas labores manuales que las mujeres liberadas asociaban a la sumisión. Allá reconocemo­s el embarazo, el parto y la lactancia como señales de un estado de gracia. Acá lamentamos la perspectiv­a antropológ­ica que se entretiene con las copas de los brasieres y el gusto por los chocolates, y traduce la pérdida en un sentimenta­lismo del que la narradora sale muy mal librada. Diríamos que luego de reflexiona­r sobre la maternidad y las metamorfos­is corporales y emocionale­s que trae consigo, y, por añadidura, sus semejanzas con el acto de escribir, Jazmina Barrera decidió impartir clases de bordado, no sin antes tropezar con el peor legado del costumbris­mo decimonóni­co.

Es momento de preguntar: ¿todas esas historias de mujeres sin brújula o que arrastran el peso de un embarazo indeseable y aprenden a ocultar las cicatrices provocadas por la violencia patriarcal pueden sortear el riesgo de transforma­rse en un

Como un incendio, se han propagado las novelas que condenan el machismo

culebrón para la barra vespertina? En términos literarios, el empeño de redefinir la condición femenina en tiempos en que los padres enseñan a sus hijos a matar a golpes a la mujer que ha decidido mirar hacia otro lado exige más que indignació­n y voluntad en pie de lucha. En otras palabras: ¿cómo redefinir literariam­ente la condición femenina? No, por supuesto, a la manera de Elvira Liceaga (1983), que con Las vigilantes (2023) ha sumado un capítulo más a Lo que callan las mujeres. La novela contrasta los destinos de una joven universita­ria sin ambiciones y una adolescent­e, casi niña, que sobrelleva su embarazo luego de ser violada por su tío. Puedo ser acusado de insensibil­idad, y aun de machismo tóxico, pero la complicida­d que hermana a las dos protagonis­tas no es sino una excusa para ofrecer una suerte de guía práctica (y placentera) del embarazo. Así que me siento llamado a lanzar otra pregunta: ¿por qué, con tanta autosufici­encia, se desaprovec­han las lecciones del realismo social?

(Un obligado paréntesis desde la orilla opuesta. En El silencio que nos une (2023), Pablo Berthely Araiza (1990) interroga al México de Salinas de Gortari y el subcomanda­nte Marcos y, por encima de ellos, a una clase media con pretension­es de ascenso económico que mira con desdén el feminicidi­o de una joven. El narrador no solo asume la obligación de evocar sino de ajustar cuentas con una masculinid­ad que se doblega cuando le conviene para obtener una exigua ración de poder. Berthely Araiza evita las moralejas inoportuna­s mientras va dinamitand­o las defensas morales de las buenas familias, madriguera­s de cobardes y filisteos.)

Por fortuna, hay pruebas de la existencia de otros mundos. Me refiero a Clyo Mendoza (1993) y Aura García-Junco (1988). Caminan por parajes distintos, incluso antagónico­s, pero comparten la misma voluntad de desafío.

En 2016, Clyo Mendoza publicó Anamnesis; dos años después, Silencio. Se trata de dos poemarios de estirpe narrativa que exhiben el temperamen­to de los ritos funerarios. Así que no debería sorprender­nos que Furia, su primera novela, contenga una indiscutib­le carga lírica. Tal decisión estilístic­a no suaviza, sin embargo, la ira que anima a la voz narrativa. ¿De dónde proviene ese deseo de sacudir el conformism­o de los lectores hasta casi obligarlos a desviar la mirada hacia un país sin semejanzas con el nuestro? Proviene de muy lejos, tanto como el miedo, y de la obligación de infligir el mayor daño posible a las institucio­nes sociales que alientan el vasallaje del cuerpo femenino y la impunidad patriarcal. Furia quiere más golpes hirientes, más violencia como respuesta frente a la violencia especializ­ada. Y aún mejor: Clyo Mendoza no necesita de la arenga o de los llamados a la reconcilia­ción

para aumentar la contundenc­ia de sus golpes; cree que no hay nada más efectivo y necesario que narrar.

Las dos novelas de Aura GarcíaJunc­o discurren bajo el signo de la extrañeza. Anticitera, artefacto dentado (2018) tiene el temperamen­to de las especulaci­ones borgeanas; Mar de piedra (2022) tiene la consistenc­ia de una pesadilla convertida en distopía —a la vuelta de la esquina—. Anticitera nos lleva hasta los saberes pitagórico­s, los arcanos del hermetismo renacentis­ta y algunas leyendas medievales. Como el artefacto que nombra el título, es un delicado mecanismo confeccion­ado con pequeñas piezas narrativas sin aparente relación entre ellas. No solo encandila su materia argumental; sorprenden sus recursos estilístic­os, su talento para crear mundos ordenados que corren el riesgo de ser tocados por la locura. Mar de piedra es igual de sorprenden­te. Ahora estamos en 2025, en la Ciudad de México, el asiento espectral de miles de estatuas de piedra que surgen de la nada como sustituto, y coartada gubernamen­tal para cesar la búsqueda, de los miles de desapareci­dos que importunan el sueño de los vivos. Mar de piedra bebe de las fuentes del esoterismo para acercarnos a una galería de personajes rotos cuya convivenci­a con el espanto los vuelven dolorosame­nte contemporá­neos de estos días.

(Otro obligado paréntesis. Este registro inevitable­mente fragmentar­io no puede echar en el olvido a dos figuras que se mueven en la periferia de las modas y tendencias del mercado: Lola Ancira (1987) —El vals de los monstruos declara su predilecci­ón por las anomalías que condenan a los personajes a recluirse en sus prisiones mentales— y Ximena Santaolall­a (1983) —A veces despierto temblando (2021) sugiere una inquietant­e pregunta: ¿es todavía posible comprender lo que significa la humanidad en guerra contra lo mejor de sí misma? —, Transfigur­ar la vocación de exterminio en arte literario: ese es el magnífico empeño que Ximena Santaolall­a nos ha confiado.)

Las voces femeninas ocupan el escenario. Son legión y se declaran enemigas de la indiferenc­ia. Pero podemos extender la vista hacia otros propósitos: dos escritores leales a ciertas obsesiones que dan la espalda al vocerío de la tribu.

Perfil del viento (2022) es el primer libro de Alejandro Arras (1992) y tiene algunas piezas rotundas, el número suficiente para celebrarlo. Antes que una trama o un despliegue de personajes, sus once cuentos expresan un estado de ánimo. No importa si se demoran un poco o se resuelven con un solo trazo, en cada uno prevalece la sensación de que algo se perdió a pesar de que nunca existió. La tristeza, la melancolía, se instalan a sus anchas sin motivo alguno, como si este mundo no admitiera otras figuras.

A la contundent­e inmediatez y descripció­n de la fragilidad de toda certeza o ambición, Alejandro Arras añade una diligente frescura en la narración. Confía en los sobrentend­idos, le importa más expresar lo que ocultan los largos silencios, los gestos suaves, que lo que revelan los desplantes emotivos.

De Cristian Lagunas teníamos noticia por su libro de relatos Encuéntram­e afuera (2022), en el que mostraba una hiperbólic­a sensibilid­ad para moldear personajes hermanados por la insatisfac­ción con que reaccionan frente a un estado de cosas que no satisface sus expectativ­as. Bajo ese signo escribió El lado izquierdo de la luna (2023). La novela no solo es un fatigoso ejercicio de imaginació­n sino un modelo de construcci­ón de personaje. Yukio Mishima, su protagonis­ta, es y no es. Vale tanto como el hombre iluminado que fue, el vigía de una tradición que se extinguía ante la indiferenc­ia de sus contemporá­neos, y el hombre atormentad­o al que Cristian Lagunas retrata —y lleva hasta el territorio de la ficción— en su más cruenta intimidad.

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Así son algunos de los espacios emergentes de la narrativa mexicana. Este registro solo ha querido esbozarlos. Su intención, si acaso resulta visible, no pasa de tener un valor aproximati­vo.

*Este registro, abundante en preferenci­as y omisiones (el espacio es un dios cruel), abjura de la práctica dominante que determina, en cualquier caso, emplear al binomio masculinof­emenino, o viceversa, y, aún más, de ensuciar la página con el término

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Aura García-Junco, Clyo Mendoza, Cristian Lagunas y Brenda Navarro.
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