La bronca con lo de la moral/ I
Los pecados, excepto aquellos que son delitos, no merecen obligatorias condenas porque la moral, a diferencia de la ética, es un tema de reglamentaciones de carácter circunstancial que dependen de la cultura, de la época, de las creencias particulares de un grupo o de los usos y costumbres de una sociedad.
Resulta un tanto escandalosa esta aseveración, en tanto que pareciera desdeñar la diferencia entre el bien y el mal, pero la podemos ejemplificar al confrontar las reglamentaciones que rigen en las sociedades abiertas con aquellas que se aplican, digamos, en las teocracias de corte medieval instauradas en ciertos países de Musulmania: la prohibición, vigente hasta hace poco, de que las mujeres condujeran autos en Arabia Saudí no resultaba de que fuere una actividad criminal sino de unos preceptos religiosos tan arbitrarios como sujetos a la interpretación personalísima de los inquisidores masculinos de turno; tampoco el impedimento oficial, en Irán, de que asistan a los partidos de futbol —parcialmente derogado para que puedan presenciar los partidos clasificatorios de la selección de su país para el Mundial de Qatar 2022— se deriva de que puedan ellas incendiar los estadios o de que vayan a masacrar a los seguidores del equipo contrario sino de la opresiva segregación que ejerce el régimen islámico de los ayatolas.
En las democracias de occidente no encarcelamos a una chica porque se haya colado entre los aficionados ni perseguimos legalmente a los homosexuales o lapidamos a los adúlteros como en Somalia o Nigeria. O sea, que esas mismas conductas que merecen todavía espeluznantes castigos allá nos son perfectamente naturales, así sea que en las familias conservadoras se guarde un discreto silencio sobre la homosexualidad del pariente o de que sea mal vista la mujer que le plantó tamaños cuernos al marido.
Pero ocurre, a pesar de las bondades de la modernidad, que seguimos viviendo aquí en un mundo de hipócritas interdicciones y discursos moralizantes en el que se aparecen los perseguidores de siempre para culpabilizarnos por esto o por lo otro. Sin tremebundas consecuencias legales, por fortuna. El tema sería, justamente, qué tan coherentes son los que levantan el índice acusador. Porque, digo, se predica con el ejemplo, ¿no?
¿Qué tan coherentes son los que levantan el índice acusador?