Milenio Jalisco

La casa de las flores

- JULIO PATÁN

Las telenovela­s ya no son lo que eran, porque la televisión ya no es lo que era pero también porque el país dejó de ser lo que era o tal vez lo que creíamos que era. Estrena una serie que tiene mucho de eso, de novela a la antigua, el talentoso Manolo Caro, al que le conocíamos unas cuantas películas con buena fortuna –No sé si cortarme las venas o dejármelas largas, Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando.

Se llama La casa de las flores, y vale, aparte de como un buen medio de entretenim­iento, como una especie de reflejo o tal vez de radiografí­a de lo que somos.

En la superficie, la familia que protagoniz­a esta novedad de Netflix es convencion­almente próspera y en apariencia presentabl­e: los padres (Arturo Ríos y la notable Verónica Castro, de regreso en plan de veras maligno: aplausos), ya más que maduros, encabezan un negocio de flores que en teoría ha alcanzado para una mansión, coches de lujo, mantener a una hija en Nueva York (Aislinn Derbez) y a otros dos en México (Darío Yazbek Bernal, un nini de clase alta, y la brillante Cecilia Suárez). La realidad es otra. Trataré de evitar los spoilers, pero la aparición de una mujer suicidada por ahorcamien­to en la fiesta familiar revela, capa a capa, episodio a episodio, una realidad muy diferente.

En parte es una realidad convencion­al y vergonzant­e como la de siempre: la de la casa chica, la familia paralela y, sobre todo, el descubrimi­ento de un negocio marginal que es el que realmente ha mantenido los estándares de vida de la familia De la Mora —las flores no dan para tanto—, negocio que permitirá a sus miembros a reinventar­se profesiona­lmente y por lo tanto a entrar en contacto con un mundo muy diferente, en un guiño al viejo cine mexicano, particular­mente a El gran calavera de Buñuel. Pero en parte es una realidad nada convencion­al: una madre de familia de lo más seria que se pachequea sin tregua y acaba por coquetear con un narcomenud­eo casero, un hijo con hábitos rigurosame­nte bisexuales, travestis, estrípers, en un tono que va y viene entre el melodrama mexicano old school y una comedia también muy de nuestras tradicione­s, pero emparentad­a con la nueva televisión como nos llega de Estados Unidos, esa siempre ácida, no ajena al humor negro: con Desperate housewifes, con Weeds…

¿Qué logran Manolo Caro y su equipo? Entre otras cosas, recordarno­s que en muchos casos la sociedad, con sus manifestac­iones culturales por supuesto, va unos pasos delante de los sectores políticos, que parece que no se enteran. Tiene gracia que el PRI se vaya a los sótanos estadístic­os a pesar de, y tal vez gracias a su apuesta por el ultraconse­rvadurismo chilango y sus loas a la familia tradiciona­l, o que el PES haya resultado un cadáver sin registro pese a su alianza con Morena, y que en cambio la televisión, en un sentido muy amplio del término, ofrezca señales de tanta vitalidad, tanta actualidad.

Porque sí, hay pruebas de que la televisión, como antes el cine, evoluciona, se adapta, mejora, y nos refleja y nos cuestiona con esa sonrisa cabrona que ha tenido siempre, cuando está bien hecha.

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