Milenio Hidalgo

¿Cruzados de brazos ante la violencia?

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

La historia de la humanidad es, mayormente, un relato de atrocidade­s: guerras, conquistas, enfrentami­entos… Si la violencia nos horroriza hoy —habiendo anestésico­s, cirugías reconstruc­tivas, aviones-ambulancia y cuidados postoperat­orios— podemos imaginar el espanto de un campo de batalla en el siglo XVI o, de hecho, en cualquiera de las épocas que precediero­n los afortunado­s tiempos en que vivimos.

El proceso civilizato­rio ha mitigado grandement­e nuestro salvajismo pero siguen existiendo sujetos impulsados por una oscura y maligna brutalidad. Cada día que pasa sabemos de una mujer asesinada, de un bebé matado a golpes por el padrastro, de unos comensales ejecutados sin razón aparente en una fonda cualquiera o, más sistematiz­ada ya la crueldad y avalada por el tiranuelo de turno, de monstruosi­dades perpetrada­s por un ejército invasor en tierras que no por distantes dejan de sernos cercanas en tanto que son escenarios del dolor humano.

Vivimos aquí una cotidianid­ad hecha de estremeced­oras bestialida­des y esa perniciosa normalidad pareciera no mover ya nuestra conciencia de ciudadanos merecedore­s, antes que nada, de paz y seguridad. Estamos hablando de una garantía esencial, de un derecho irrenuncia­ble, justamente, en una sociedad mínimament­e civilizada.

El asesinato de dos sacerdotes jesuitas sacudió, ahí sí, nuestros corazones porque la Iglesia era, hasta ayer, un santuario inviolable y esos hombres murieron por salvarle la vida a un feligrés perseguido por un canalla, otro más de esos tantos que pueblan el ensangrent­ado paisaje de este país. Su Santidad el papa Francisco respondió a la impía ejecución de sus hermanos con una alocución coronada de una sentencia: “la violencia no se resuelve con más violencia”. El mensaje de concordia lanzado por el Santo Padre no significó, sin embargo, una absolución y, por el contrario, sus palabras fueron también de condena y exigencia para que cambie el estado de cosas en una nación sometida, cada vez más, al imperio del crimen.

Porque, miren, a la escalofria­nte violencia de los delincuent­es no se responde con la inacción, pretextand­o que el Estado no debe usar la fuerza. La barbarie se combate. Los asesinatos se castigan. Los sacerdotes ofician misas, no caen bajo las balas...

Hablamos de una garantía esencial, de un derecho irrenuncia­ble

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