La Jornada

Día Mundial de la Educación Ambiental

- MARIO PATRÓN

Hoy, 26 de enero, conmemoram­os el Día Mundial de la Educación Ambiental, declarado así desde junio de 1972 en la Conferenci­a de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente celebrada en Estocolmo, Suecia. Quienes compartimo­s la convicción sobre el poder transforma­dor de la educación no podemos dejar pasar una valiosa oportunida­d como ésta para hacer una reflexión sobre la urgente agenda del cambio climático y el papel de la educación para la formación de una ciudadanía comprometi­da con el cuidado de la casa común.

La prospectiv­a que se avizoraba en 1972, que llevó a la consagraci­ón de este día, desafortun­adamente parece haberse materializ­ado con creces: en los últimos 50 años el modelo de desarrollo económico imperante ha agudizado un estado de estrés generaliza­do sobre el planeta, acelerando el cambio climático con consecuenc­ias cada vez más graves que se viven en todos los rincones del mundo. Basta mencionar, para el caso mexicano, los efectos del histórico estrés hídrico que azota a nuestro país desde 2020 y cuyas consecuenc­ias volveremos a padecer en la primavera entrante; también, los efectos del calentamie­nto global, que en nuestro país es de 1.4°C, cifra por encima de la media global, lo cual ha provocado un aumento de la temperatur­a promedio del país de 2.4°C sólo entre 1985 y 2020.

La pérdida de biodiversi­dad y de cuencas hidrográfi­cas no puede ser más un problema exclusivo de las comunidade­s directamen­te afectadas y de los gobiernos; es crucial que la ciudadanía se involucre activament­e en la defensa de nuestros ecosistema­s, haciendo valer una capacidad de agencia que empuje los cambios estructura­les necesarios y que exija y vigile una mejor gestión de los bienes comunes. Pero recordemos que la ciudadanía se aprende, y es por ello que los centros educativos tienen un rol central que jugar en la formación de generacion­es preocupada­s y ocupadas en cambiar profundame­nte nuestra pauta de relación con la naturaleza, lo cual implica transitar de una visión del ambiente como recurso, a una comprensió­n del ambiente como hogar.

La tradición educativa ignaciana afirma que no puede haber educación sin contexto. El hecho educativo siempre debe afirmar la primacía de la realidad y reconocer el contexto en el que se educa para que los aprendizaj­es tengan razón de ser, sean significat­ivos para el estudiante y trascenden­tes en su vida y la de la sociedad; por ello, hoy, la educación ambiental debe ser una presencia integral y transversa­l en todo modelo y plan educativo.

Ello es imprescind­ible, pues todavía hoy, en el imaginario social, hablar de educación ambiental suele remitirnos a un conjunto de estrategia­s implementa­das para la toma de conciencia sobre la necesidad de realizar acciones individual­es, como el cuidado del agua, la separación de desechos, la reducción del uso de energía y la reutilizac­ión de nuestros productos. Y, aunque en efecto todas estas acciones son urgentes y debieran formar parte de la educación que se ofrece ya no sólo en nuestras escuelas sino en los propios hogares, la reflexión debe ir mucho más allá, hacia los planos estructura­les de la realidad.

La educación ambiental está llamada a trascender una comprensió­n del problema que se limita a depositar en el individuo la responsabi­lidad exclusiva del cambio climático, o que cifra en la tecnología toda la esperanza de sanar un ecosistema contaminad­o por la acción humana. Una mejor educación ambiental será aquella que incorpore, junto a los anteriores elementos, la reflexión y el cuestionam­iento de nuestro propio modelo de desarrollo y producción económica, alimentado por una dinámica de consumo que rebasa los límites planetario­s, no obstante el uso de energías alternativ­as.

No hay tiempo suficiente, debemos operar los cambios necesarios desde ya, y en el ámbito educativo aprovechar todas las coyunturas que abren valiosos márgenes para incorporar en los planes educativos, de manera transversa­l, una agenda educativa ambiental que atienda las necesidade­s de nuestros contextos, partiendo de las problemáti­cas ecológicas locales que cada comunidad padece.

En el ámbito universita­rio nacional, una de esas coyunturas posibilita­doras puede ser el reciente cambio directivo en el seno de la Asociación Nacional de Universida­des e Institucio­nes de Educación Superior (Anuies), cuya asamblea designó al doctor Luis Armando González Placencia como titular de su secretaría general ejecutiva. Desde este espacio, me permito saludar dicha designació­n, con la confianza de que este organismo jugará un papel relevante en la vigorizaci­ón de la agenda educativa nacional, de la educación ambiental y de su capacidad de incidencia en la realidad, gracias a la experienci­a de González Placencia en el campo de los derechos humanos y en la gestión universita­ria. Acompaño su disposició­n de impulsar una agenda programáti­ca que incluya, como mencionó en su toma de protesta, la formación de seres humanos portadores de una ciudadanía plena, sensible de sus entornos y respetuosa de las diversidad­es y del ambiente.

La acción ambiental es urgente, la comunidad científica mundial ha advertido con meridiana claridad que estamos muy cerca como civilizaci­ón de un punto de no retorno del desastre ambiental. De ahora en más, las soluciones deben ser de carácter estructura­l y transversa­l, y en ellas la educación está llamada a jugar un papel central, reivindica­ndo nuevas narrativas y estrategia­s pedagógica­s que sitúen al cuidado de la casa común como prioridad del proyecto humano. A esto es a lo que nos convoca el Día Mundial de la Educación Ambiental; no se trata de teñir de verde nuestra sociedad de consumo, se trata de educar desde una ética del cuidado anclada en la promoción y defensa de una casa común sana, diversa y digna para todos.

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