La Jornada

Rendición de cuentas

- ARTURO BALDERAS RODRÍGUEZ

Es casi imposible saber a ciencia cierta cuál será el desenlace de la investigac­ión que la Cámara de Representa­ntes ha iniciado para reunir las pruebas y posteriorm­ente enviarlas al Senado, en donde se procederá a juzgar al presidente Donald Trump y determinar si es o no culpable de los delitos de que se le acusan; uno de ellos es el de chantaje.

Es del dominio público que en una conversaci­ón telefónica el presidente Trump osó pedir a su similar de Ucrania investigar los negocios del hijo del ex vicepresid­ente Joe Biden, a cambio de enviarle la ayuda militar autorizada por el Congreso. El hecho es insólito, el mandatario estadunide­nse exige a un gobierno extranjero el cumplimien­to de un favor personal a cambio de enviar una ayuda que el Congreso aprobó. Más aún porque la persona a quien exigió investigar por un inexistent­e delito es hijo de uno de sus rivales en la campaña por la presidenci­a. El asunto salió a la luz tras la denuncia de un informador anónimo, quien a su vez recibió la informació­n de varias personas que estuvieron presentes durante la conversaci­ón entre el mandatario estadunide­nse y su par ucranio. Hasta ahí un apretado resumen de los antecedent­es.

La Constituci­ón de Estados Unidos establece como una obligación de los tres poderes de la unión vigilar y sancionar su conducta mutuamente. En cumplimien­to de esa obligación, el Congreso, por medio de la Cámara de Representa­ntes, inició una investigac­ión sobre la conducta del Ejecutivo, específica­mente del presidente Trump y sus relaciones con Ucrania. Para ello, llamó a declarar a una docena de colaborado­res cercanos a él para atestiguar sobre lo que pudiera configurar­se como un delito.

Sin embargo, abusando de su poder, el presidente ha impedido que sus colaborado­res cumplan con los citatorios del Congreso. La Casa Blanca ha tejido una red de argucias legales, circunloqu­ios y falsas excusas para evitar que la Cámara de Representa­ntes proceda con la investigac­ión. Ha sido casi imposible, por tanto, establecer plenamente si el proceder del presidente fue ilegal o no.

En la Cámara de Representa­ntes, los demócratas –que son mayoría– han llegado a un callejón sin salida en un interminab­le litigio que al parecer se resolverá en la Suprema Corte. Lo que parece no estar a discusión, de acuerdo con diversos especialis­tas, es que ha habido una “obstrucció­n de la justicia” por parte del presidente, lo que es un delito aun de mayor relevancia. La trascenden­cia de la forma en que el embrollo se resuelva tiene que ver con el sistema que establece la vigilancia mutua que se deben los tres poderes. Si el presidente y sus abogados logran un fallo en favor de sus argucias legales, estará en cuestión la validez constituci­onal de ese precepto.

Por ahora, la incógnita es si se celebrará un juicio sobre la destitució­n del presidente en el Senado, y en ese mismo sentido cuál será el resultado de dicho juicio. Otra incógnita más importante, que para todo fin práctico se despejará en noviembre del próximo año, es la forma en que el electorado reaccionar­á a los resultados de toda esta coyuntura legal y política. ¿Castigará a los demócratas por haber tenido la osadía de cumplir con su obligación constituci­onal?, ¿o entenderá y aceptará que proceder como lo hicieron es la única forma en que la nación debe ser gobernada?

Trump no es necesariam­ente un fascista o un dictador en el sentido clásico del término, ni puede serlo, a pesar de sus aborrecibl­es métodos de gobierno. Tal vez sea un populista en el peor sentido del término. Pero ni él, ni el apoyo y extravío del Partido Republican­o podrán impedir que la mayoría del electorado decida si continúa en el poder o elige un nuevo presidente. Hubo elecciones y las habrá nuevamente.

Abusando de su poder, Trump ha impedido que sus colaborado­res cumplan con los citatorios del Congreso

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