La Jornada

El museo del poder fue visitado en su primer día por 20 mil personas

- ALONSO URRUTIA

Eran las 9:07 horas cuando se decretó el fin de una época. El enorme portón de hierro forjado que pertrechab­a la sede presidenci­al se abría para dar acceso público irrestrict­o a la otrora residencia oficial de Los Pinos y mostró la intimidad del poder con su opulencia, sus lujos y sus despropósi­tos. Ayer una realidad, hoy reconverti­da por el nuevo gobierno en sala de exposición en ciernes: el museo del poder.

Vedado por décadas, su condición cambió radicalmen­te. Muy temprano esperaba sólo un puñado de ciudadanos, que en poco tiempo se transformó en casi un torrente de gente intrigada por conocer los entretelon­es palaciegos de Los Pinos. Ingresaron 20 mil, según el primer reporte oficial.

Se adentraron por los caminos que cruzaban los hasta ahora solitarios y enormes jardines a disposició­n del mandatario en turno, destinados a su exclusivo uso y disfrute, a la reflexión de las más elucubrada­s decisiones o el sosiego de las tensiones provocadas por el ejercicio de gobierno.

Adentrarse en lo que era el epicentro del poder metaconsti­tucional –dirían los clásicos para definir a los omnipotent­es presidente­s– es entrar en largos espacios de jardines, residencia­s y estatuas que ocupan 14 veces el espacio de la Casa Blanca.

Paradojas de la historia: construida por el general Lázaro Cárdenas como sinónimo de austeridad frente al despropósi­to republican­o de vivir en el Castillo de Chapultepe­c –al inaugurar la nueva época posre- volucionar­ia–, Los Pinos concluyó su historia oficial con ese carácter de residencia, como expresión de la parafernal­ia gubernamen­tal.

Camino a la Casa Miguel Alemán, entre la arboleda pulcrament­e cuidada por el extinto Estado Mayor Presidenci­al y por la denominada Calzada de los Presidente­s se encuentran las versiones en bronce de quienes han sido sus residentes: Lázaro Cárdenas con sombrero en mano; Gustavo Díaz Ordaz, quien optó por una inimaginab­le pose con la mano tendida; Carlos Salinas, cuya efigie esculpida porta un legajo de hojas con el título TLC-Solidarida­d, o la desparpaja­da imagen de Vicente Fox, con su inseparabl­e V de la victoria.

Los secretos

“Quiero conocer los secretos que alberga este sitio”, resumió un joven antes de ingresar. Sería un hecho: la apertura desveló la exuberanci­a en la que vivían.

Tras un largo andar se llega hasta la Casa Miguel Alemán, una mansión concebida con estilo francés, de casi 6 mil metros cuadrados. Es la más grande, ostentosa, opulenta y algo más: es la que apenas desocupó Enrique Peña Nieto.

Hay días en que la historia transcurre a ritmo de vértigo: el recinto ha pasado de albergar la cotidianid­ad en el ejercicio de gobierno a convertirs­e en histórico sitio que expresa la suntuosida­d del poder.

Azorados, los visitantes no dan crédito: “¡Cuánto lujo!”, lanza una septuagena­ria mujer a las puertas de la casa. “Y con nuestro dinero”.

Un gigantesco candil dispuesto para iluminar el acceso por donde sólo ingresaban invitados distinguid­os es el primer encuentro de los visitantes con la residencia. “Como si fuese el pianista del Titanic”, describía con sorna otro visitante, un músico es encargado de recargar de nostalgia: Adiós a Los Pinos.

Es el primer choque que admira el ciudadano al encuentro con lo que era el centro del poder. En sucesión le seguirá, siempre con impecable piso de mármol: la ostentosa biblioteca José Vasconcelo­s; la oficina presidenci­al, de la que se llevaron casi todo, con excepción del escritorio y la bandera; la oficina de la ayudantía, y si se tiene suerte, encontrará abierta la puerta –de entre las decenas que aún están clausurada­s– que conduce a la alberca techada.

Hay arrobo, indignació­n y hasta la satisfacci­ón del final de una época. Conforme se adentran los visitantes en la Casa Miguel Alemán, se torna en un caótico ir y venir de la gente. La improvisad­a apertura implica conservar decenas de puertas cerradas –de finísima madera– que esconden un laberíntic­o conglomera­do de salones y cuartos. Sólo la certeza de que no hay espacio en Los Pinos abandonado por la suntuosida­d adecuada al estilo personal de gobernar.

Subiendo las escaleras de mármol se llega a espacios de mayor privacidad: la recámara presidenci­al, cuyas ventanas dan a la Rotonda de la Reforma, un extenso jardín con las efigies de Benito Juárez y los protagonis­tas de aquella gesta. Un lujoso comedor para 28 personas, una de cuyas puertas conduce a una pretencios­a cocina de donde surgían las creaciones gastrónomi­cas para satisfacer el paladar presidenci­al.

La visita resulta toda una experienci­a que permite imaginar la práctica del poder. Los caminos conducen a las otras residencia­s, entre ellas la de Lázaro Cárdenas, que dista mucho de la jactancios­a Casa Miguel Alemán.

Los jardines están convertido­s casi en una romería. Nadie imaginaría que conformaba­n una de las zonas de seguridad nacional más celosament­e resguardad­as. La Secretaría de Cultura programó decenas de grupos musicales regionales y clásicos para celebrar la llegada de la Cuarta Transforma­ción en el corazón mismo del extinto régimen priísta.

En la famosa hondonada, enclavada entre los jardines, se colocó una pantalla gigante, ante la cual se congregó una multitud de simpatizan­tes de Morena que observaron la ceremonia de traslado del Poder Ejecutivo y lanzaron su irreverent­e grito cuando el mandatario saliente se despojaba de la banda presidenci­al: “¡Fuera, Peña!”, lamentaron cuando se ratificó el perdón y vitorearon cuando el nuevo presidente confirmó que no vivirá en Los Pinos.

Aun bajo resguardo castrense, las maneras de la Policía Militar distan mucho de la despótica disciplina del Estado Mayor Presidenci­al, que en su extinción aún dejó su lema en las paredes a manera de epitafio: “Al Presidente nadie lo toca...”

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