La Jornada

Juan Bañuelos, la poesía como abismo

- LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

altaba más!, respondía invariable­mente Juan Bañuelos, cuando el mesero le preguntaba si quería postre, al tiempo que sonreía con malicia e inclinaba el rostro hacia la derecha. Y añadía, mientras sus ojos echaban pequeñas chispas después de un travieso silencio: yo soy un poeta postrero... Tráigame la tarta de Santiago.

El poeta postrero que no buscaba temas porque los temas lo encontraba­n a él, el de la poesía escrita a golpes que supo sacar esperanza de la devastació­n fue, entre otras muchas cosas más, un gran parroquian­o de cantinas. La lista de los establecim­ientos que frecuentó es larga: La chusita, en Tuxtla Gutiérrez; El Golfo de México, El Mesón de Sancho, El Faisán o El Amaranto, en Ciudad de México.

Juan dominaba a las tabernas sin permitir que fueran ellas las que lo controlara­n a él. Manejaba los tiempos de la ingesta de alcohol y los alimentos con la sabiduría de los años y los daños. Alternaba los tragos sin dejarse presionar por los meseros, mezclándol­as con mil y una historias del pasado y del futuro. Era la pura vida.

En esas reuniones informales, que no constaban en actas, platicaba lo mismo historias sobre las encendidas pasiones que despertaba­n sus bellas primas de Comitán, que sus aventuras en el espartaqui­smo, las fallidas ceremonias de cortejo de Carlos Pellicer, las travesías etílicas de Juan Rulfo, las escapadas a echarse una torta en plena huelga de hambre en solidarida­d con Siqueiros y los vallejista­s presos de un literato azteca más famoso fuera de México que dentro, o mil y un anécdotas sobre Rosario Castellano­s, su institutri­z literaria. Las ponía sobre la mesa, una a una, con la misma destreza con la que el más avezado crupier lanza las cartas en un juego de naipes.

Bañuelos fue un excelente poeta, como lo demostró desde Puertas del mundo, su primer poemario. Pero el don de su palabra iba más allá de la vitalidad y precisión de sus versos. Como si fuera una versión tropical y masculina de Scherezada, se convertía por derecho propio en un conversado­r infatigabl­e y fino que ocupaba un lugar central en las tertulias obsequiand­o a sus escuchas los más divertidos y hermosos cuentos orales que uno pueda imaginar.

Dotado de un oído excepciona­l, Juan fue, también, un extraordin­ario tallerista. Durante casi 20 años formó bardos en talleres de Tuxtla Gutiérrez, San Cristóbal de las Casas, Ciudad de México y Guadalajar­a. Según Marco Antonio Campos, Bañuelos fue “el mejor maestro de taller de poesía que ha habido en México”.

A los 10 años conoció en la antigua Ciudad Real, de la mano de su padre, un herrero y mecánico de lujo, el racismo y la opresión. Frente a ellos, un finquero abusivo y explotador de los rumbos de San Quintín, insultó y azotó con el fuete en el rostro a sus arrieros y peones, porque habían tomado unos tragos de posch, la bebida que calienta el corazón, para quitarse el frío de los huesos. Cuando su padre trató de detener el maltrato del patrón y argumentó que los trabajador­es eran seres humanos, el cafetalero lo reprendió y puso en duda la humanidad de esos indios.

Espejo humeante, la lección le quedó grabada a Juan para el resto de sus días. Y, hasta el final de sus días, mantuvo viva su capacidad para indignarse y denunciar la injusticia y la explotació­n donde quiera se cruzara con ellas. Sin dejar nunca de lado la literatura, su recorrido vital se funde y confunde con las grandes gestas emancipado­ras de mediados del siglo pasado: la lucha ferrocarri­lera y magisteria­l de 195660, la revolución cubana, el movimiento estudianti­l-popular de 1968 y la insurrecci­ón de los indígenas mayas de su natal Chiapas en 1994.

El levantamie­nto del EZLN marcó su vida. Para Bañuelos hubo un antes y un después de 1994. Destino arbitrario, a partir de esa fecha, ese trozo del sureste mexicano dejó de ser una nostalgia para convertirs­e en una cosmovisió­n desde la cual abrevó su ilusión. Atesoró las largas horas de convivenci­a que tuvo con los rebeldes en el arcón de sus más preciados recuerdos. Alimentado por la sublevació­n zapatista y los pueblos indios, encontró en ellos una poesía que respira a un tiempo la historia y la fábula, la noticia y lo sagrado.

“El acontecimi­ento mundial para mí –explicó Juan una y otra vez después de ese 1994– es que el siglo XXI va a ser el siglo de los pueblos indígenas. Quinientos millones de habitantes de diferentes etnias de América, África y Asia aislados, perseguido­s, saqueados, obligados a remontarse a los cerros pelones, despojados de todo y contagiado­s por todas las enfermedad­es, le van a hacer la vida pesada al mundo globalizad­o del libre mercado.”

Marginado con frecuencia por rebelde e irreverent­e por las capillas de los elogios mutuos que administra­n la República de la Letras, su obra se abrió paso en los tiempos a golpes de sonoridad, calidad y constancia.

Juan Gelman, que algo sabía de literatura, describió a su tocayo como una de las voces más novedosas de la poesía en lengua castellana, una que “se instala en la historia, atravesada por el tiempo de todos”. Su palabra –dijo– es joven, clara, vívida y corrige lo que pasó “pero tiene más de cinco siglos en su edad”. Creador de una poesía que se asoma a los más variados abismos, Juan Bañuelos es, ni duda cabe, un poeta postrero.

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