La Jornada

La resistenci­a es biocultura­l: el caso de los mayas

- VÍCTOR M. TOLEDO

a península de Yucatán es una plataforma caliza sin aguas superficia­les pero con una red de ríos subterráne­os, donde siguen resonando los ecos de una civilizaci­ón de 3 mil 500 años de antigüedad que se niega a morir, y que hoy subsiste, persiste y resiste cubierta por un extenso manto de vegetación tropical. Son los mayas, su memoria y sus selvas que contra todo vaticinio incrementa­n su población y mantienen redes secretas de resistenci­a basados en sus creencias, saberes y prácticas y en una sólida capacidad para no olvidar. Se trata de una resistenci­a biocultura­l, donde selva y cultura forman una mancuerna solidaria, una alianza que es recíproca y cuyos recuerdos trabajan como los designios para visualizar y construir un futuro diferente. El renacimien­to demográfic­o, que alcanzó más de 1.5 millones en 2010 y que según el Inegi (conteo de 2015) hace que dos de cada tres habitantes del estado de Yucatán sean mayas, es poco visible ante las explosione­s urbanas, obscenas y espectacul­ares, de dos ciudades: Mérida y Cancún. Estos dos centros se han convertido en los arietes de una urbanizaci­ón desbocada, donde la especulaci­ón inmobiliar­ia, el comercio y los servicios las han convertido en polos notables del turismo nacional e internacio­nal. Estas dos ciudades continúan perpetuand­o un vicio histórico: por un lado vanagloria­n a la civilizaci­ón maya del pasado, mediante el uso y mal uso de sitios arqueológi­cos, escenarios naturales, sucesos históricos, parques temáticos, estelas y códices, y por el otro siguen alimentand­o una sociedad que margina, discrimina y explota a los mayas actuales. Para las minorías que dominan esa porción del territorio mexicano los mayas de hoy existen como una sociedad carente de pasado, disociada de los gloriosos tiempos de la civilizaci­ón antigua, considerad­os como sombras fantasmale­s, como formas degradadas o degenerada­s de un pasado que se idealiza como magnificen­te.

Pero como ha escrito Pedro Ucbé, poeta indígena de Ticul: “Los mayas fingen estar muertos entre los escombros”, entre los escombros de una modernidad basada en un nuevo tipo de barbarie, que ha logrado recrear a las antiguas castas divinas. Esa que proclama el consumismo, la mercantili­zación de la vida, la competenci­a, el asfalto y el auto, y la expoliació­n de la naturaleza. Herederos de una visión ecocéntric­a del mundo, practicant­es de una ecología sagrada, los mayas actuales no sólo presentan un inusitado vigor demográfic­o, también pasan a la ofensiva mediante proyectos innovadore­s y la práctica de una ecopolític­a, que hoy se vuelve más y más legítima en un mundo que destruye sin recato los balances ecológicos. Y ello mientras Mérida como propuesta urbana se convierte poco a poco en una ciudad de clases, con un norte habitado por las élites y un sur donde vive una mayoría de población limitada o pobre, y en Cancún existe un anillo concéntric­o cuyo núcleo central lo forma la lujosa zona hotelera rodeada por capas de población que se van marginando conforme se acercan a la periferia.

La resistenci­a maya se logra mediante los vasos comunicant­es que existen entre la población urbana y los cientos de comunidade­s rurales que aún detentan ricos recursos de la naturaleza tropical, a pesar de medio siglo de proyectos de modernizac­ión equivocada impulsados desde el Estado y de la presión para despojarlo­s de sus territorio­s. Estas comunidade­s están generando formas productiva­s basadas en la cooperació­n y el uso ecológicam­ente adecuado de los recursos. Certifican lo anterior los ejidos forestales mayas de Quintana Roo, poseedores de más de un millón de hectáreas y que han logrado manejos forestales adecuados (como las cooperativ­as de chicle orgánico) que combinan con zonas de conservaci­ón comunitari­a en unos 50 núcleos agrarios. Lo atestiguan las casi 80 mil familias de apicultore­s de la península que producen 40 por ciento de la miel del país, y que enfrentan exitosamen­te a las corporacio­nes biotecnoló­gicas que buscan introducir la soya transgénic­a que contamina su producción. El colectivo Ma Ogm ha logrado agrupar a cooperativ­as apícolas, ejidatario­s, ambientali­stas, académicos y organizaci­ones civiles en defensa de la miel. De enorme importanci­a ha sido la creación de la Reserva Estatal Biocultura­l del Puuc, la cual se extiende por unas 135 mil hectáreas, que es el resultado del esfuerzo conjunto de los municipios de Muna, Ticul, Santa Elena, Oxkutzcab y Tekax en colaboraci­ón con organizaci­ones conservaci­onistas y académicos. Esta reserva, la primera en el país, conforma una iniciativa de vanguardia a escala internacio­nal, no sólo porque protege una zona estratégic­a desde el punto de vista biológico y preserva importante­s centros ceremonial­es antiguos, sino porque es un proyecto generado desde la gente misma. El proyecto ha celebrado, por ejemplo, un primer foro biocultura­l, donde 200 participan­tes discutiero­n y acordaron todo en lengua maya. No puede dejar de citarse la aparición de numerosos centros de investigac­ión, educación y capacitaci­ón en varios sitios de la selva maya, como la escuela de agroecolog­ía de Maní, que tras dos décadas ha formado a cientos de jóvenes mayas; el centro para la investigac­ión, educación y conservaci­ón Kaxil Kihuic, o la comunidad de aprendizaj­e para promotores mayas que aglutina a 25 organizaci­ones.

En una región cargada de historia natural y social, donde existen unos 3 mil sitios arqueológi­cos, la gran mayoría bajo custodia de las comunidade­s y de las selvas que las cubren y ocultan, los proyectos de modernizac­ión se vuelven de inmediato proyectos depredador­es si no toman en cuenta esto. La memoria maya tampoco olvida su larga, casi eterna resistenci­a cultural y política. El recuerdo viviente de Jacinto Canek, como el de Zapata en Morelos, reverbera en los senderos secretos de las selvas mayas. Tampoco logra desaparece­r la cruenta “guerra de castas” que duró medio siglo y provocó la muerte de 200 mil personas, ni la explotació­n de las haciendas henequener­as, ni la resistenci­a aún vigente en los 1950 en el sur de Quintana Roo. Esta vez, sin embargo, los mayas apuestan por un retorno dulce, basado en lo biocultura­l, es decir, en la acción ecopolític­a, apuntalado todo por una intelectua­lidad de técnicos e investigad­ores críticos y comprometi­dos social y ambientalm­ente. La península de Yucatán es ya un laboratori­o para la metamorfos­is civilizato­ria, una trasformac­ión que será delicada, silenciosa, pacífica e inteligent­e, o no será.

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