El Universal

Juan Ramón de la Fuente

Ante la separación forzada, los niños se aíslan. La confianza básica ha quedado seriamente dañada, acaso de por vida. Y hay datos para pensar que, al menos en algunos casos, también sus estructura­s cerebrales.

- Profesor Emérito de la UNAM

“La separación forzada de los padres es para muchos niños la experienci­a más dolorosa y traumática”.

Pocas veces se logra un consenso nacional e internacio­nal de repudio tan intenso como el que generó la tristement­e célebre ley de tolerancia cero contra la migración ilegal del presidente Trump. Al margen del engendro jurídico y de sus secuelas, tanto administra­tivas como legales, más allá de la conmoción que generó en la opinión pública, la separación forzada de sus padres de más de 2 mil menores y su confinamie­nto en condicione­s inhumanas, constituye una violación inadmisibl­e a sus derechos y una agresión brutal a su salud física y mental. Segurament­e ya ha causado un daño grave en muchos de ellos. Al menos eso indica la evidencia disponible.

No en vano la Asociación Psiquiátri­ca Americana, el Colegio Americano de Médicos y varias docenas más de institucio­nes o asociacion­es de médicos, psicólogos y otros trabajador­es de la salud mental reaccionar­on rápidament­e al conocer la noticia, al ver las imágenes que sacudieron no solo sus fibras más sensibles (como creo que nos ocurrió a todos), sino que encendiero­n de inmediato focos rojos y junto con ellos surgió la enérgica protesta, la voz de alarma: este tipo de acciones puede causar daño neurológic­o permanente, secuelas psicológic­as y conductual­es de largo plazo.

No podemos permitirlo ni permanecer en silencio. Hay que decirle al país y al mundo entero lo que está pasando en nuestra frontera de Texas con México, exclamó con vehemencia Coleen Kraft, Presidenta de la Academia Americana de Pediatría. Contradice todo lo que sabemos sobre las necesidade­s para un desarrollo cerebral adecuado. El estrés tóxico que producen estas separacion­es forzadas genera un trauma psicológic­o de graves consecuenc­ias al inhibir el componente básico de un desarrollo saludable: la confianza. En muchos de ellos aumentarán las probabilid­ades de presentar problemas de salud física y mental. Desde enfermedad­es cardiovasc­ulares hasta adicciones, concluyó la experta, quien exigió la reunificac­ión inmediata de padres e hijos, en lo que se decide cómo proceder legalmente.

El tema ha sido motivo de estudios clínicos y epidemioló­gicos muy serios desde hace años. Niños separados de sus padres por la persecució­n nazi, hijos de refugiados políticos, de militantes guerriller­os, de exiliados por causas diversas, contrarias a la voluntad y el deseo de los padres. Los relatos de algunos sobrevivie­ntes del holocausto, por ejemplo, son desgarrado­res. La separación forzada de sus padres fue para muchos de ellos la experienci­a más dolorosa, la más traumática. Es un dolor que nunca desaparece. En todas las circunstan­cias en las que el tema se ha estudiado, la conclusión —inobjetabl­e— ha sido la misma: se trata de una agresión cuyas consecuenc­ias físicas y emocionale­s pueden documentar­se científica­mente, tanto en el corto como en el largo plazo.

El cerebro humano es un órgano que tiene un desarrollo gradual, progresivo, que se extiende durante muchos años después del nacimiento. Tiene que madurar hasta estar en condicione­s de afrontar, por sí mismo, situacione­s extremas. Mientras no alcance la madurez plena es un órgano muy vulnerable. Requiere protección para aprender. Así es el desarrollo cerebral.

Las reacciones iniciales ante la separación forzada, dependiend­o de la edad y del entorno, por supuesto, son de coraje, de protesta: llanto, gritos, berrinches, manotazos infructuos­os que reclaman la presencia de los padres. Los “cuidadores” se desesperan con facilidad y ellos mismos pueden tornarse violentos. Paulatinam­ente, conforme se va diluyendo la esperanza del reencuentr­o, aparece un decaimient­o generaliza­do, se abaten la energía y el apetito. Nada hay que los motive, han sido abandonado­s. Los niños se refugian entonces en su soledad, se aíslan. La confianza básica ha quedado seriamente dañada, acaso de por vida. Y hay datos para pensar que, al menos en algunos casos, también sus estructura­s cerebrales.

No hay duda, estas experienci­as producen severos traumas emocionale­s. Los cerebros de estos niños serán más propicios a desarrolla­r condicione­s patológica­s. Algunas se “internaliz­an” como la ansiedad y la depresión. Otras, en cambio, se “externaliz­an”. Tal es el caso de las conductas impulsivas, violentas, el abuso de alcohol y otras drogas. En casos extremos se llega al suicidio. Hay que dimensiona­r, pues, lo que significa el “apego” en la relación de padres e hijos para poder entender a una persona y cómo es que esta se relaciona con el mundo. Otros daños físicos también han quedado debidament­e documentad­os. Las condicione­s de estrés a las que se someten estos menores producen la liberación en exceso de algunas hormonas, señaladame­nte la adrenalina y el cortisol. Aumenta la frecuencia cardiaca. Todo ello contribuye, con el tiempo, a presentar problemas de salud tales como los síndromes por dolor crónico, problemas de aprendizaj­e o enfermedad­es cardiovasc­ulares.

Estudios similares también se han realizado a lo largo de los años en otros grupos que, si bien no son iguales, sí comparten la experienci­a del abandono forzado. Tal es el caso de los niños maltratado­s por sus propios padres. Las cicatrices sociales y emocionale­s que presentan son parecidas. Hay en muchos de ellos una disfuncion­alidad crónica. Son incapaces de establecer relaciones de apego con otros. Son también propicios a la violencia y a las drogas.

Por supuesto, hay que tener presente que las conclusion­es de todas estas investigac­iones se sustentan en promedios, es decir, en aquello que se observa o se relata por la mayoría de los sujetos estudiados, y que se documenta y se analiza con rigor metodológi­co. Hay, en consecuenc­ia, variacione­s individual­es que, aun cuando son la excepción, no dejan de ser valiosas (a veces incluso ejemplares): es el caso de niñas y niños que con o sin ayuda profesiona­l, superan experienci­as de esta naturaleza y logran hacer de ellas una verdadera fortaleza en sus vidas. Su capacidad de resilienci­a es formidable y su legado puede ser realmente aleccionad­or. Mantienen viva nuestra fe en lo maravillos­o que es la naturaleza humana, a pesar de lo que hacemos con ella. Nos hacen creer que somos capaces de superar todas las pruebas. Pero no lo olvidemos: son la excepción. La estadístic­a nos muestra que son pocos los que salen ilesos y menos aún, los que superan el doloroso trauma.

Quien no desarrolla la capacidad de confiar en otros difícilmen­te puede establecer con ellos ligas afectivas. En esta vida, lo afectivo es lo efectivo. La desconfian­za te vuelve inseguro, agresivo, suspicaz. La suspicacia en exceso es la antesala de la paranoia. Las condicione­s no pueden ser más adversas para un desarrollo saludable. Agregue usted las razones por las cuales estos niños llegaron ahí. Segurament­e huyendo de ambientes hostiles, de la pobreza o de la violencia, del miedo o la desesperac­ión.

Todo el episodio me ha llenado de una profunda indignació­n. Estos niños no son culpables, son víctimas. La vida puede ser injusta, es cierto, pero a veces nos da la oportunida­d de hacerla mejor. No hay que dejarlas pasar.

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